La ocurrencia fue del alcalde.
Bueno, la verdad, ¿qué otra cosa podía hacer? Tenía un buen papelón: ya estaba
todo preparado, él se había puesto el traje de las bodas y ahí le teníamos,
sudando en pleno mes de agosto, rodeado de los de la camisa azul, tan tiesos, la
pareja de la Guardia
Civil, el boticario ejerciendo de teniente de alcalde y el
cura con la casulla del Corpus, con el hijo del Rana al lado vestido de
monaguillo, agarrando los trastos del agua bendita y el pelo bien pegado a la
cabeza a fuerza de colonia.
Bueno, pues allí estaban, o mejor,
allí estábamos, esperando desde hacía más de una hora, bajo el sol, junto al
puente de la nueva presa, porque el alcalde había convocado a todo el pueblo,
no era cosa de que al generalísimo le recibieran sólo cuatro gatos cuando fuera
a inaugurar el pantano. Las señoras se habían puesto sus mejores trajes, la del
alcalde llevaba hasta una mantilla que a saber de dónde habría sacado. Lo
cierto es que Franco todavía tardaría unas horas en aparecer, pero el alcalde quería
que estuviéramos todos preparados, no fuera a adelantarse por cualquier motivo
y a pillarnos a todos en calzoncillos, como quien dice.
Los que no aparecían eran los de la banda. Tenían que estar
allí hacía más de media hora, pero no llegaban. El alcalde miraba el reloj,
nervioso, murmurando para sí sobre la falta de puntualidad de la gente, a lo
que el boticario le daba la razón, asintiendo con la cabeza. Es cierto que
venían de la capital de la provincia, y la carretera era bastante mala, pero
así y todo, media hora de retraso… “No les habrá pasado nada…”, aventuró la
señora del alcalde, abanicándose con furor. “Mujer, no digas eso”, protestó su
marido, “no tientes a la mala suerte”.
Pasó un rato más, largo e incómodo. Algunos
de los que estábamos esperando nos pusimos a mirar hacia el pueblo,
preguntándonos si nos daría tiempo a acercarnos a echar una cervecita en el bar
del Germán, un sitio mucho más agradable con aquel calor del demonio. El chico
del Rana, distraído, se puso a rascarse una pierna con el hisopo, ganándose un
coscorrón del cura. Los demás niños habían olvidado la disciplina y empezaban a
pelearse entre ellos. Fue entonces cuando llegó el de telégrafos, con un
telegrama en la mano y mucha cara de nervios. “Ay, madre…” susurró el alcalde,
poniéndose en lo peor.
Hacía bien, porque cuando leyó el
telegrama se quedó pálido como si se le hubiera aparecido un muerto. “Ya ves”,
le dijo enfadado a su mujer, “ya te dije que no se podía tentar a la mala suerte”.
“¿Pues, qué ha pasado?” preguntó ella, mientras el resto del comité de
recepción olvidaba la compostura y se arremolinaba a su alrededor. El alcalde
agitó el telegrama arrugado. “Una avería. El autobús de la banda ha tenido una
avería y están colgados a 30 Km.
de aquí. Falta pieza, dicen, imposible llegar…” “¿Y ahora qué hacemos?” Los
falangistas miraron en torno, desorientados. El jefe de centuria, al fin, sacó
pecho y manifestó que allí estaban ellos, para hacer al caudillo la recepción
que merecía. “Ya”, dijo el alcalde, no muy convencido, “pero es que sin banda
de música…” Se quedó un rato en silencio, el ceño fruncido, bajo la mirada
expectante de los vecinos, que habíamos parado la desbandada hacia el bar, a
ver qué pasaba. Al fin, el alcalde miró a su alrededor y se dirigió al Lorenzo.
“Oye, tú sabías música, ¿no?” El Lorenzo hizo un gesto ambiguo y empezó a decir
que hacía mucho que no practicaba, que… Pero el alcalde no le hizo caso. “Esto
es una emergencia, así que no me vengas con historias. Desde ahora, eres el
director de la banda. Pepa
la Pocha tocaba el tambor en las procesiones, ¿no? Pues, ya tenemos otra. Niño,
dile a tu madre que venga con el tambor, que tiene que tocar” indicó al hijo
pequeño de la Pocha. “Es que estaba haciendo la comida, me parece” replicó el
crío. “Da igual. Dile que venga inmediatamente, que lo ha dicho el alcalde.
Luego está el Sebas, que tocaba la trompeta, ¿no? A ver, ¿dónde está el Sebas?”
Al Sebas toda la vida le habíamos llamado el Rojo, no sólo por el color de su
pelo, pero desde que acabó la guerra, sin ponernos de acuerdo, habíamos
empezado a llamarle por su nombre. El Genaro, su vecino, dijo que se había
quedado en casa porque estaba resfriado. “Ya, ya me conozco yo qué resfriados
son esos. Vete a buscarlo, que se venga con la trompeta, que no me venga con
excusas o le mando a la
Guardia Civil”.
Mientras el hijo de la Pepa y el Genaro
se iban a cumplir el encargo, el alcalde siguió dándole vueltas a la cabeza. Se quitó el
sombrero, se secó la frente con el pañuelo y masculló: “necesitaríamos al
Demetrio, que tocaba muy bien, pero claro…” Todos sabíamos que el Demetrio no
podría acudir, bien guardado como estaba en el Dueso, a pensión completa por gentileza
del caudillo. “Quizás el Antonio… no es que un bombo sea muy adecuado, pero si
no hay otra cosa…” El Perico, deseoso de hacer méritos como falangista de
última hora, se marchó corriendo y sudando hacia la casa del Antonio, que vivía
a las afueras del pueblo. “Y luego tú, Vidal, también tenías una trompeta, ¿no?
Vete a buscarla, venga”.
Mientras tanto, Pepa la Pocha y el
Sebas habían llegado. La Pepa con el tambor colgado de un hombro, protestando
porque había tenido que dejar la comida al cuidado de su madre, que la pobre
ponía muy buena voluntad, pero ya no se enteraba de nada. El Sebas se mantenía
en silencio, agarrando la trompeta con cara de desconfianza. No mucho después,
llegó el Antonio con el Perico, que le ayudaba a trasladar el bombo, seguidos
por el Vidal y su trompeta.
La flamante banda se reunió frente
al alcalde, que les miró con aire de duda. “No sé yo, pero bueno, si no hay
otra cosa, pues…” El Lorenzo le preguntó: “¿y qué tocamos?” “Pues, no sé…” dudó
el alcalde, “el himno nacional, ¿no?” “Yo eso no me lo sé” declaró el Sebas,
tajante, haciendo caso omiso de la mirada de los falangistas. “Además, con el
bombo, parece que no pega mucho”, objetó por su parte el Antonio. “Eso sí es
verdad”, concedió el alcalde. En fin, pues no sé… algo marcial, algún
pasodoble, algo con ritmo…” “Lo pensaré”, dijo el Lorenzo. Se quedó callado,
mirando al Vidal, que intentaba unos acordes de prueba. De pronto, alzó la
cabeza, asintió para sí y se dirigió a los músicos, cuchicheándoles
instrucciones. “¿De acuerdo?” Todos asintieron.
Estaban afinando los instrumentos,
causando un ruido del demonio, cuando llegó corriendo sin aliento el chico de
la Pocha, que había sido enviado a las afueras del pueblo, a hacer de vigía.
“¡Ya vienen, ya vienen! Están donde el pajar del Sixto”. “En cinco minutos los
tenemos aquí”, dijo el alcalde. “Vamos”, se dirigió a su séquito, “todos en
orden”.
Se pusieron todos muy tiesos, las
señoras tirándose de la falda y mirando con disimulo si las medias tenían
carreras, el boticario y el alcalde abrochándose la chaqueta, el cura
situándose en primer término, empujando al monaguillo para que no se quedara
atrás. Los falangistas se cuadraron, marciales, los dos guardias se ajustaron
el tricornio, la banda se situó en un lado. Lo cierto es que no era una banda
demasiado lucida, el Vidal tan alto junto a la Pocha, tan bajita, el Antonio
casi más gordo que el bombo, el Sebas con el pelo rojo de punta, y el Lorenzo
con aquella chaqueta vieja, pero, como decía el alcalde, tendría que valer.
Una nube de polvo se dibujó en la
curva y a poco se paró un coche oficial negro y enorme flanqueado por cuatro
motoristas, seguido de otro un poco más pequeño. De este último, salió un tipo
que después sabríamos que era el gobernador civil, acompañado de una señora, la
suya, supusimos, sin mantilla pero con un vestido mejor que el de la alcaldesa. Se bajó
el chófer del primer vehículo, se apresuró a abrir la puerta de atrás y
apareció él, con gafas de sol y uniforme militar, con muchas condecoraciones y
un amplio fajín rojo alrededor de la cintura. El alcalde, sudando de los nervios y del
calor, se acercó a saludarle muy obsequioso, mientras los falangistas levantaban
el brazo como un solo hombre. El objeto de tantas atenciones saludó, cogió unos
papeles que le tendía el chófer y soltó un discurso con voz atiplada sobre los
indudables beneficios que el pantano iba a traer a la comarca y a la provincia,
así como a España entera. Una vez terminado, el cura se acercó a la obra de
ingeniería con el monaguillo y roció abundamentemente con agua bendita a los concurrentes.
Fue entonces cuando el alcalde hizo
una seña disimulada a la
banda. El Lorenzo se puso en posición, alzó la mano y
empezaron a oírse unos acordes.
Nos miramos todos, desconcertados.
Al principio podía parecer un pasodoble, pero luego no nos cupo duda. Durante un
rato, nos llegó la alegre melodía que cantaba las virtudes de aquella vaca lechera
que no era una vaca cualquiera, porque daba leche merengada, tolón, tolón. Dos
niñas se cogieron de la mano y se pusieron a bailar. Los falangistas se
miraban, entre incómodos e iracundos. El alcalde estaba más blanco que la leche
de la famosa vaca, su mujer en cambio estaba roja como un tomate y se abanicaba
con furia. El gobernador civil ponía cara de circunstancias y el objeto del
homenaje se mantenía impasible tras sus gafas oscuras.
Al acabar la melodía, el Lorenzo
levantó de nuevo la mano, dispuesto a acometer otra pieza, pero el alcalde,
furioso, se la bajó de un golpe. Se hizo el silencio. Todas las miradas estaban
puestas en Franco, que se mantenía inmóvil. Pasaron unos cuantos segundos,
largos como horas. Luego, el caudillo hizo un vago gesto de despedida y entró
en su coche. El gobernador civil y su señora hicieron lo propio y un momento
más tarde se habían transformado en una nube de polvo que se perdía en el horizonte.
El alcalde se quitó el sombrero,
sudando más que nunca y miró con rabia al Lorenzo. “Ya hablaremos de esto”,
amenazó, mientras se ponía en camino en dirección contraria a la nube de polvo,
seguido por su señora, que trataba de quitarse la mantilla que se le venía a la cara. Tras ellos,
encabezado por el cura y el monaguillo, marchaba el resto del comité de
recepción. Los falangistas iban ceñudos, murmurando algo sobre blandura y
aceite de ricino.
La banda se disolvió y cada uno se
marchó para su casa, el Antonio rodando el bombo, el Sebas con cara de
inocencia, la Pepa mascullando que a ver si podía terminar la comida de una
vez, si es que su madre no había hecho ninguna barbaridad en la cocina. El Lorenzo
iba tarareando la cancioncita, no muy impresionado, al parecer, por la amenaza
del alcalde.
La verdad es que nunca llegó a
hablar con él. Bastante preocupado estaba el alcalde para acordarse de la
conversación pendiente. Cada vez que iba hacia el ayuntamiento, se quedaba
mirando de reojo a la oficina de telégrafos, conteniendo la respiración hasta
que pasaba de largo. Una semana después, salió el telegrafista con cara de
funeral y le tendió un telegrama. El alcalde lo leyó, se le contagió la cara de
funeral y aquella misma tarde se fue para la capital de la provincia. No hizo
comentarios, ni a la ida ni a la vuelta. Pero total, ya daba lo mismo, porque a
partir del día siguiente el boticario pasó a ser el alcalde del pueblo.
El Lorenzo, por su parte, siguió
tarareando cada vez que pasaba por la plaza, mientras nosotros, desde el bar
del Germán, disimulábamos la risa.