La mujer es mayor,
más de 70 años. Pelo blanco no muy bien peinado, sobrepeso, piernas que denotan
por su modo de andar las dificultades de la edad. Abrigo oscuro y
mochila con ruedas de colores. Esta última no es suya, sino del nieto al que
lleva al colegio. Dos autobuses diarios, a las 8,30 de la mañana, todos los
días lectivos del año. El niño tiene unos 7 años, va bien tapado con gorro y
bufanda; quizás esto le haga parecer más inexpresivo de lo que es. En todo
caso, no habla, nunca habla. Va junto a su abuela, en el asiento de al lado,
pero ni siquiera la mira, ni cuando ella entabla conversación con la madre de
otro niño que acude al mismo colegio: permanece mirando por la ventana,
indiferente, aunque estén hablando de él. Cuando llegan a la parada, se baja
tras la mujer, que arrastra su mochila camino de la parada del otro autobús,
tarea pendiente que aún le queda, como luego será volver a cogerlos ella sola en
sentido inverso, deshacer el camino para llegar a casa, a hacer las tareas de
todos los días, la cama que dejó deshecha para no retrasarse, la cama en que
con gusto se echaría un rato más a dormir, aunque ya no son horas. Sí, le
gustaría dormir un poco más todas las mañanas, en lugar de tener que salir a la
calle tan temprano, haga frío o llueva, para llevar a su nieto al colegio, ese
nieto que es su principal tarea, también por la tarde, por la tarde, cuando
acude a buscarle, o cuando le ayuda con los deberes, porque sus padres están
demasiado ocupados con el trabajo. Ese nieto, en el que no deja de pensar en
todo el día, que siempre tiene presente, que es su principal preocupación, su
misión en este mundo, ese nieto al que odia con toda su alma.
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