Las coliflores
empezaron a cantar de madrugada. Hacía un vientecillo fresco y vigoroso que
acompañaba la canción como un coro de cosacos. Llegaron las cabras, de mirada
ávida, pero las coliflores, a salvo tras su defensa de hojas verdes, continuaron
la canción. Una
bandada de sardinas cruzó el cielo en dirección este-oeste, con gran fastidio
del vientecillo, que no quería distracciones en su afán coral. Las coliflores
seguían cantando, mientras las cabras, inspiradas por su artística actuación,
trenzaban la fina lana que inexplicablemente les había salido en el lomo.
La pastorcilla se
asomó por la ventana de su casita y, sin prestar atención a la armonía del
canto de las coliflores, demandó a las cabras dónde está mi queso. Las cabras
se encogieron de hombros y siguieron con su fina labor textil, produciendo
jerseys que, si la pastorcilla fuera más lista, le habrían servido para salir
de apuros económicos. En lugar de ello, enojada, sacó el colt 45 que tenía
guardado en una lechera oxidada y amenazó a las cabras, que perdieron el hilo.
Condescendieron, pues, en pasarse por el supermercado próximo y traer el queso
que anhelaba la bella muchacha, que, contenta, se puso a cantar a coro con las
coliflores, mientras esparcía migas de queso acá y allá.
Las sardinas
volvieron a cruzar el cielo en dirección contraria, abriendo mucho la boca para
cazar los mosquitos tigre que pululaban buscando a quien devorar. No obstante,
a pesar de su legendaria agilidad, se encontraban abotargados tras haber
atacado a un grupo de turistas alemanes y no fueron capaces de evitar a las
sardinas. Las coliflores, admiradas, entonaron un nuevo cántico en su honor.
Fue entonces cuando
hicieron su aparición los hipotéticos hipopótamos, buscando una charca adecuada
a su tamaño. Miraron con ojos ávidos a las sardinas, ignorantes de su propia
condición herbívora pero no pudieron alcanzarlas, carentes de alas como
estaban.
Las
coliflores persistían en su actividad canora. La pastorcilla se atragantó con
el queso y, tosiendo, cerró la ventana de golpe, profiriendo quejas por el
dolor de cabeza que el canto le había producido, aunque tal vez se debiera ‑no
estaba segura- a que el vientecillo cantor se había transformado en una fría
brisa de poniente que alborotaba a las sardinas. Los hipopótamos, frustrados,
comprobaron cómo sus codiciadas e innaturales presas, dispersadas por el
viento, se alejaban aun más de sus torpes intentos por alcanzarlas. Pero
entonces, un sol muy rojo empezó a salir por el este, alcanzando el centro del
cielo con extraordinaria rapidez, esparciendo calor y dudas por doquier. Las
sardinas, conscientes del peligro, desaparecieron hacia el oeste, salvo alguna
desprevenida despreocupada que se quedó donde estaba, fascinada con los
mosquitos restantes, que habían empezado a volar en círculos. Fue así como
perecieron achicharradas por la potencia solar, yendo a caer, ya fritas, en las
fauces de los hipopótamos, que celebraron el suceso con alegre gula, si bien
luego se quejaban de indigestión por lo inadecuado de la dieta.
Mientras tanto, las
cabras habían abandonado su labor, hartas de tanto tejer, y se dedicaban a
charlar con un grupo de ratones azules que habían acampado entre las hojas de
las coliflores, que se habían callado, perplejas, para gran contento de la
pastorcilla, que procedió a tomarse una aspirina en la tranquilidad de su
casita.
Fue entonces cuando
el niño soltó los lápices de colores y, haciendo caso a la llamada de su madre,
dejó el dibujo sobre la mesa y se fue a merendar.
Me ha gustado mucho, sobre todo que las sardinas se coman a los mosquitos
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