martes, 25 de octubre de 2011

RAÍCES

Había bajado a la cacharrería de la esquina a fisgar un poco, sin ánimo de comprar nada, pero vio el montón de viejas monedas, casi borradas por el tiempo y, en un impulso, se gastó la paga de la semana en ellas.

Su madre puso el grito en el cielo, a quién se le ocurre, siempre malgastando el dinero en porquerías. Su padre meneó la cabeza sin levantar la vista del periódico, el chico era así, qué se le iba a hacer. Su hermana aprovechó la ocasión para reírse de él sin disimulo. Peor fue cuando se las enseñó a los chicos de la pandilla, que le siguieron varios días al grito de “Edu es tonto, Edu es tonto”. Menos mal que acabaron aburriéndose de la canción y volvieron a ocupaciones más interesantes, como achicharrar hormigas y cortar el rabo a las lagartijas.

Él aguantó todas las burlas sin inmutarse. Guardó las monedas y el domingo, nada más desayunar, se marchó al campo con una bolsa y un bocadillo de mortadela envuelto en papel de periódico. Llegó hasta la arboleda, al lado del río y se sentó, la bolsa a su lado, sin hacer nada, sin pensar en nada, oyendo sin oír la canción del agua.

Mucho después, cuando el sol ya estaba alto en el cielo, se animó de repente, se puso en pie, recogió sus cosas y caminó entre los árboles, hasta alcanzar uno que examinó con cuidado, nudo por nudo, rama por rama. Al fin, sonrió satisfecho, le dio un golpecito amistoso en la corteza, extrajo las monedas y una azadilla de la bolsa y cavó un hoyo junto a la más gruesa de las raíces. Depositó en él las monedas, las tapó bien, teniendo la precaución de poner una piedra encima, y se comió el bocadillo como justo premio a su labor. Luego volvió a casa, contestó con un escueto “por ahí” a las preguntas de su madre y se fue a su habitación, para enfrascarse en el libro que leía a todas horas.

Años más tarde, cuando el pueblo era un sitio que sólo existía en las pausas entre los exámenes de fin de curso y septiembre, volvió una mañana a la arboleda, con una bolsa y un bocadillo de chorizo. El lugar había cambiado, pero no tanto como para no reconocer al árbol, un poco más viejo y más alto. Se sentó junto a él, acarició su corteza y se quedó un rato allí, disfrutando del rumor del agua sin pensar en nada, sin hacer nada.

Después, cuando la sombra ya no podía combatir el calor del sol, sacó de la bolsa la azadilla, retiró la piedra con cuidado de no dañar el musgo, y cavó un rato, hasta que un brillo dorado recompensó sus esfuerzos. Allí estaban, iguales a los que le había mostrado el viejo pirata en aquel libro que aún le acompañaba. Sonriendo, guardó en la bolsa los doblones de a ocho, tapó el hoyo y se comió el bocadillo, como ceremonia de acción de gracias.