jueves, 24 de mayo de 2012

CANCIÓN TONTA


Las coliflores empezaron a cantar de madrugada. Hacía un vientecillo fresco y vigoroso que acompañaba la canción como un coro de cosacos. Llegaron las cabras, de mirada ávida, pero las coliflores, a salvo tras su defensa de hojas verdes, continuaron la canción. Una bandada de sardinas cruzó el cielo en dirección este-oeste, con gran fastidio del vientecillo, que no quería distracciones en su afán coral. Las coliflores seguían cantando, mientras las cabras, inspiradas por su artística actuación, trenzaban la fina lana que inexplicablemente les había salido en el lomo.

La pastorcilla se asomó por la ventana de su casita y, sin prestar atención a la armonía del canto de las coliflores, demandó a las cabras dónde está mi queso. Las cabras se encogieron de hombros y siguieron con su fina labor textil, produciendo jerseys que, si la pastorcilla fuera más lista, le habrían servido para salir de apuros económicos. En lugar de ello, enojada, sacó el colt 45 que tenía guardado en una lechera oxidada y amenazó a las cabras, que perdieron el hilo. Condescendieron, pues, en pasarse por el supermercado próximo y traer el queso que anhelaba la bella muchacha, que, contenta, se puso a cantar a coro con las coliflores, mientras esparcía migas de queso acá y allá.

Las sardinas volvieron a cruzar el cielo en dirección contraria, abriendo mucho la boca para cazar los mosquitos tigre que pululaban buscando a quien devorar. No obstante, a pesar de su legendaria agilidad, se encontraban abotargados tras haber atacado a un grupo de turistas alemanes y no fueron capaces de evitar a las sardinas. Las coliflores, admiradas, entonaron un nuevo cántico en su honor.

Fue entonces cuando hicieron su aparición los hipotéticos hipopótamos, buscando una charca adecuada a su tamaño. Miraron con ojos ávidos a las sardinas, ignorantes de su propia condición herbívora pero no pudieron alcanzarlas, carentes de alas como estaban.

Las coliflores persistían en su actividad canora. La pastorcilla se atragantó con el queso y, tosiendo, cerró la ventana de golpe, profiriendo quejas por el dolor de cabeza que el canto le había producido, aunque tal vez se debiera ‑no estaba segura- a que el vientecillo cantor se había transformado en una fría brisa de poniente que alborotaba a las sardinas. Los hipopótamos, frustrados, comprobaron cómo sus codiciadas e innaturales presas, dispersadas por el viento, se alejaban aun más de sus torpes intentos por alcanzarlas. Pero entonces, un sol muy rojo empezó a salir por el este, alcanzando el centro del cielo con extraordinaria rapidez, esparciendo calor y dudas por doquier. Las sardinas, conscientes del peligro, desaparecieron hacia el oeste, salvo alguna desprevenida despreocupada que se quedó donde estaba, fascinada con los mosquitos restantes, que habían empezado a volar en círculos. Fue así como perecieron achicharradas por la potencia solar, yendo a caer, ya fritas, en las fauces de los hipopótamos, que celebraron el suceso con alegre gula, si bien luego se quejaban de indigestión por lo inadecuado de la dieta.

Mientras tanto, las cabras habían abandonado su labor, hartas de tanto tejer, y se dedicaban a charlar con un grupo de ratones azules que habían acampado entre las hojas de las coliflores, que se habían callado, perplejas, para gran contento de la pastorcilla, que procedió a tomarse una aspirina en la tranquilidad de su casita.

Fue entonces cuando el niño soltó los lápices de colores y, haciendo caso a la llamada de su madre, dejó el dibujo sobre la mesa y se fue a merendar.