jueves, 26 de septiembre de 2013

TODO POR LA PATRIA


Lo de Ed no son los museos, sobre todo después de aquella experiencia traumática en el Louvre, que de repente se quedó sin puerta de salida, y él ahí, dando vueltas, asediado por vigilantes feroces. Sin embargo, a veces tienen utilidades marginales, aunque no por ello desdeñables. Por ejemplo, un mediodía en Toledo, con 40º, hace apetecible echarle un vistazo al flamante museo del ejército y su excelente climatización. Además, el precio es inferior al de la catedral, que para colmo le pilla más retirado y, ya puestos, tanto da un santo en éxtasis -o perjudicado, que viene a ser lo mismo- como una fiel espada triunfadora. Así que entra en el enorme edificio y compra una entrada, sin hacer mucho caso al cartel que proclama, altivo, la indisoluble unidad de la nación española, y que él confunde con un anuncio de aspirinas.

Con lo que no ha contado Ed es con los efectos secundarios. No lleva demasiado tiempo entre pendones mohosos, cañones que ni se acuerdan de la fecha en que perdieron su última batalla y armaduras imposibles de usar, cuando empieza a sentirse mareado. “Pues, síndrome de Stendhal no va a ser”, piensa, echando mucho de menos una birrita y una aspirina de ésas del anuncio, o mejor, un toque antisistema, una pintada de mecagüenlaputamili, por ejemplo. No obstante, pensando en el calor que hace en la calle -y en que ha pagado la entrada- decide resistir como un hombre, a pesar de que las encantadoras colecciones de soldaditos, reproducción de escuadrones varios, le miran con expresión aviesa, y vaya, son pequeños, pero son muchos.

Resiste, pues, hasta que desemboca en una sala presidida por una bandera de tamaño monstruoso en que se exhibe con soberbia una cruz gamada de medidas a juego. No puede evitar un respingo, y cruza los dedos mientras echa un vistazo cauteloso a una extensa variedad de condecoraciones con aguiluchos, cascos con pinta de cocer cualquier sesera -lo que explicaría un montón de cosas- y chatarra similar. Se marcha casi corriendo y acaba en una sala donde el busto de un tipo con papada y un bigotillo ridículo le mira con una arrogancia absolutamente injustificada. Ed lo mira, tratando de acordarse de por qué le resulta familiar, cuando un abuelete hecho un cuatro, apoyado en una garrota, se le acerca y señala el busto con actitud reverencial.

-Menos mal que por fin lo han puesto.

-Ejum –contesta Ed, sin comprometerse.

-Después de que quitaran la estatua de Madrid, se podía esperar cualquier cosa de esos rojos.

-Ya –replica Ed, intuyendo que quitar la estatua de un tipo con ese careto era, sin duda, una decisión acertada, aunque eso sea rarísimo tratándose de Madrit.

-Por no hablar de cómo tienen el Valle de los Caídos –prosigue el carcamal, cuya cara está adquiriendo un interesante color bermellón, y cuya voz de grajo cada vez suena más alto-, que están dejando que se caiga a propósito, una auténtica vergüenza.

-Uh –dice Ed, sin poder evitar la evocación de un lugar yermo repleto de buitres dándose un festín.

A todo ello, el bisabuelo está enarbolando la garrota con gran entusiasmo, motivo por el cual decide que es preferible emprender la retirada con discreción, para no alterarle más. Esboza un saludo educado, pero su interlocutor no se entera, ocupado como está en aullar contra todos los políticos patrios, desde Recaredo hasta nuestros días, a excepción del sujeto del busto, que debería haber vivido muchos años más, qué gran pérdida que nos dejara tan pronto.

Por fortuna, el exégeta del tipo del bigotillo no le sigue, y encuentra la puerta de salida sin mayores contratiempos. Casi recibe con alivio la bofetada de calor de la calle, e incluso el asalto de dos niños que le piden que responda unas preguntas sobre el museo para un trabajo que les han encargado en el colegio. Responde a boleo, disfrutando de la seriedad y el afán con que los chicos anotan todo lo que dice. Al fin, llegan a la última y obligada pregunta: “¿qué es lo que le ha gustado más?”

Está a punto de contestar que el aire acondicionado, pero supone que esa respuesta les va a decepcionar, así que finge pensarlo un momento, y después replica con firmeza: “la sala de las momias”. Luego, les dice adiós y se pierde calle abajo, buscando un sitio donde poder tomarse una cerveza bien fría y un bocata contundente -uno de panceta iría bien-, ante la mirada perpleja de sus entrevistadores.

jueves, 18 de julio de 2013

POR LA GRACIA DE DIOS


La ocurrencia fue del alcalde. Bueno, la verdad, ¿qué otra cosa podía hacer? Tenía un buen papelón: ya estaba todo preparado, él se había puesto el traje de las bodas y ahí le teníamos, sudando en pleno mes de agosto, rodeado de los de la camisa azul, tan tiesos, la pareja de la Guardia Civil, el boticario ejerciendo de teniente de alcalde y el cura con la casulla del Corpus, con el hijo del Rana al lado vestido de monaguillo, agarrando los trastos del agua bendita y el pelo bien pegado a la cabeza a fuerza de colonia.

Bueno, pues allí estaban, o mejor, allí estábamos, esperando desde hacía más de una hora, bajo el sol, junto al puente de la nueva presa, porque el alcalde había convocado a todo el pueblo, no era cosa de que al generalísimo le recibieran sólo cuatro gatos cuando fuera a inaugurar el pantano. Las señoras se habían puesto sus mejores trajes, la del alcalde llevaba hasta una mantilla que a saber de dónde habría sacado. Lo cierto es que Franco todavía tardaría unas horas en aparecer, pero el alcalde quería que estuviéramos todos preparados, no fuera a adelantarse por cualquier motivo y a pillarnos a todos en calzoncillos, como quien dice.

Los que no aparecían eran los de la banda. Tenían que estar allí hacía más de media hora, pero no llegaban. El alcalde miraba el reloj, nervioso, murmurando para sí sobre la falta de puntualidad de la gente, a lo que el boticario le daba la razón, asintiendo con la cabeza. Es cierto que venían de la capital de la provincia, y la carretera era bastante mala, pero así y todo, media hora de retraso… “No les habrá pasado nada…”, aventuró la señora del alcalde, abanicándose con furor. “Mujer, no digas eso”, protestó su marido, “no tientes a la mala suerte”.

Pasó un rato más, largo e incómodo. Algunos de los que estábamos esperando nos pusimos a mirar hacia el pueblo, preguntándonos si nos daría tiempo a acercarnos a echar una cervecita en el bar del Germán, un sitio mucho más agradable con aquel calor del demonio. El chico del Rana, distraído, se puso a rascarse una pierna con el hisopo, ganándose un coscorrón del cura. Los demás niños habían olvidado la disciplina y empezaban a pelearse entre ellos. Fue entonces cuando llegó el de telégrafos, con un telegrama en la mano y mucha cara de nervios. “Ay, madre…” susurró el alcalde, poniéndose en lo peor.

Hacía bien, porque cuando leyó el telegrama se quedó pálido como si se le hubiera aparecido un muerto. “Ya ves”, le dijo enfadado a su mujer, “ya te dije que no se podía tentar a la mala suerte”. “¿Pues, qué ha pasado?” preguntó ella, mientras el resto del comité de recepción olvidaba la compostura y se arremolinaba a su alrededor. El alcalde agitó el telegrama arrugado. “Una avería. El autobús de la banda ha tenido una avería y están colgados a 30 Km. de aquí. Falta pieza, dicen, imposible llegar…” “¿Y ahora qué hacemos?” Los falangistas miraron en torno, desorientados. El jefe de centuria, al fin, sacó pecho y manifestó que allí estaban ellos, para hacer al caudillo la recepción que merecía. “Ya”, dijo el alcalde, no muy convencido, “pero es que sin banda de música…” Se quedó un rato en silencio, el ceño fruncido, bajo la mirada expectante de los vecinos, que habíamos parado la desbandada hacia el bar, a ver qué pasaba. Al fin, el alcalde miró a su alrededor y se dirigió al Lorenzo. “Oye, tú sabías música, ¿no?” El Lorenzo hizo un gesto ambiguo y empezó a decir que hacía mucho que no practicaba, que… Pero el alcalde no le hizo caso. “Esto es una emergencia, así que no me vengas con historias. Desde ahora, eres el director de la banda. Pepa la Pocha tocaba el tambor en las procesiones, ¿no? Pues, ya tenemos otra. Niño, dile a tu madre que venga con el tambor, que tiene que tocar” indicó al hijo pequeño de la Pocha. “Es que estaba haciendo la comida, me parece” replicó el crío. “Da igual. Dile que venga inmediatamente, que lo ha dicho el alcalde. Luego está el Sebas, que tocaba la trompeta, ¿no? A ver, ¿dónde está el Sebas?” Al Sebas toda la vida le habíamos llamado el Rojo, no sólo por el color de su pelo, pero desde que acabó la guerra, sin ponernos de acuerdo, habíamos empezado a llamarle por su nombre. El Genaro, su vecino, dijo que se había quedado en casa porque estaba resfriado. “Ya, ya me conozco yo qué resfriados son esos. Vete a buscarlo, que se venga con la trompeta, que no me venga con excusas o le mando a la Guardia Civil”.

Mientras el hijo de la Pepa y el Genaro se iban a cumplir el encargo, el alcalde siguió dándole vueltas a la cabeza. Se quitó el sombrero, se secó la frente con el pañuelo y masculló: “necesitaríamos al Demetrio, que tocaba muy bien, pero claro…” Todos sabíamos que el Demetrio no podría acudir, bien guardado como estaba en el Dueso, a pensión completa por gentileza del caudillo. “Quizás el Antonio… no es que un bombo sea muy adecuado, pero si no hay otra cosa…” El Perico, deseoso de hacer méritos como falangista de última hora, se marchó corriendo y sudando hacia la casa del Antonio, que vivía a las afueras del pueblo. “Y luego tú, Vidal, también tenías una trompeta, ¿no? Vete a buscarla, venga”.

Mientras tanto, Pepa la Pocha y el Sebas habían llegado. La Pepa con el tambor colgado de un hombro, protestando porque había tenido que dejar la comida al cuidado de su madre, que la pobre ponía muy buena voluntad, pero ya no se enteraba de nada. El Sebas se mantenía en silencio, agarrando la trompeta con cara de desconfianza. No mucho después, llegó el Antonio con el Perico, que le ayudaba a trasladar el bombo, seguidos por el Vidal y su trompeta.

La flamante banda se reunió frente al alcalde, que les miró con aire de duda. “No sé yo, pero bueno, si no hay otra cosa, pues…” El Lorenzo le preguntó: “¿y qué tocamos?” “Pues, no sé…” dudó el alcalde, “el himno nacional, ¿no?” “Yo eso no me lo sé” declaró el Sebas, tajante, haciendo caso omiso de la mirada de los falangistas. “Además, con el bombo, parece que no pega mucho”, objetó por su parte el Antonio. “Eso sí es verdad”, concedió el alcalde. En fin, pues no sé… algo marcial, algún pasodoble, algo con ritmo…” “Lo pensaré”, dijo el Lorenzo. Se quedó callado, mirando al Vidal, que intentaba unos acordes de prueba. De pronto, alzó la cabeza, asintió para sí y se dirigió a los músicos, cuchicheándoles instrucciones. “¿De acuerdo?” Todos asintieron.

Estaban afinando los instrumentos, causando un ruido del demonio, cuando llegó corriendo sin aliento el chico de la Pocha, que había sido enviado a las afueras del pueblo, a hacer de vigía. “¡Ya vienen, ya vienen! Están donde el pajar del Sixto”. “En cinco minutos los tenemos aquí”, dijo el alcalde. “Vamos”, se dirigió a su séquito, “todos en orden”.

Se pusieron todos muy tiesos, las señoras tirándose de la falda y mirando con disimulo si las medias tenían carreras, el boticario y el alcalde abrochándose la chaqueta, el cura situándose en primer término, empujando al monaguillo para que no se quedara atrás. Los falangistas se cuadraron, marciales, los dos guardias se ajustaron el tricornio, la banda se situó en un lado. Lo cierto es que no era una banda demasiado lucida, el Vidal tan alto junto a la Pocha, tan bajita, el Antonio casi más gordo que el bombo, el Sebas con el pelo rojo de punta, y el Lorenzo con aquella chaqueta vieja, pero, como decía el alcalde, tendría que valer.

Una nube de polvo se dibujó en la curva y a poco se paró un coche oficial negro y enorme flanqueado por cuatro motoristas, seguido de otro un poco más pequeño. De este último, salió un tipo que después sabríamos que era el gobernador civil, acompañado de una señora, la suya, supusimos, sin mantilla pero con un vestido mejor que el de la alcaldesa. Se bajó el chófer del primer vehículo, se apresuró a abrir la puerta de atrás y apareció él, con gafas de sol y uniforme militar, con muchas condecoraciones y un amplio fajín rojo alrededor de la cintura. El alcalde, sudando de los nervios y del calor, se acercó a saludarle muy obsequioso, mientras los falangistas levantaban el brazo como un solo hombre. El objeto de tantas atenciones saludó, cogió unos papeles que le tendía el chófer y soltó un discurso con voz atiplada sobre los indudables beneficios que el pantano iba a traer a la comarca y a la provincia, así como a España entera. Una vez terminado, el cura se acercó a la obra de ingeniería con el monaguillo y roció abundamentemente con agua bendita a los concurrentes.

Fue entonces cuando el alcalde hizo una seña disimulada a la banda. El Lorenzo se puso en posición, alzó la mano y empezaron a oírse unos acordes.

Nos miramos todos, desconcertados. Al principio podía parecer un pasodoble, pero luego no nos cupo duda. Durante un rato, nos llegó la alegre melodía que cantaba las virtudes de aquella vaca lechera que no era una vaca cualquiera, porque daba leche merengada, tolón, tolón. Dos niñas se cogieron de la mano y se pusieron a bailar. Los falangistas se miraban, entre incómodos e iracundos. El alcalde estaba más blanco que la leche de la famosa vaca, su mujer en cambio estaba roja como un tomate y se abanicaba con furia. El gobernador civil ponía cara de circunstancias y el objeto del homenaje se mantenía impasible tras sus gafas oscuras.

Al acabar la melodía, el Lorenzo levantó de nuevo la mano, dispuesto a acometer otra pieza, pero el alcalde, furioso, se la bajó de un golpe. Se hizo el silencio. Todas las miradas estaban puestas en Franco, que se mantenía inmóvil. Pasaron unos cuantos segundos, largos como horas. Luego, el caudillo hizo un vago gesto de despedida y entró en su coche. El gobernador civil y su señora hicieron lo propio y un momento más tarde se habían transformado en una nube de polvo que se perdía en el horizonte.

El alcalde se quitó el sombrero, sudando más que nunca y miró con rabia al Lorenzo. “Ya hablaremos de esto”, amenazó, mientras se ponía en camino en dirección contraria a la nube de polvo, seguido por su señora, que trataba de quitarse la mantilla que se le venía a la cara. Tras ellos, encabezado por el cura y el monaguillo, marchaba el resto del comité de recepción. Los falangistas iban ceñudos, murmurando algo sobre blandura y aceite de ricino.

La banda se disolvió y cada uno se marchó para su casa, el Antonio rodando el bombo, el Sebas con cara de inocencia, la Pepa mascullando que a ver si podía terminar la comida de una vez, si es que su madre no había hecho ninguna barbaridad en la cocina. El Lorenzo iba tarareando la cancioncita, no muy impresionado, al parecer, por la amenaza del alcalde.

La verdad es que nunca llegó a hablar con él. Bastante preocupado estaba el alcalde para acordarse de la conversación pendiente. Cada vez que iba hacia el ayuntamiento, se quedaba mirando de reojo a la oficina de telégrafos, conteniendo la respiración hasta que pasaba de largo. Una semana después, salió el telegrafista con cara de funeral y le tendió un telegrama. El alcalde lo leyó, se le contagió la cara de funeral y aquella misma tarde se fue para la capital de la provincia. No hizo comentarios, ni a la ida ni a la vuelta. Pero total, ya daba lo mismo, porque a partir del día siguiente el boticario pasó a ser el alcalde del pueblo.

El Lorenzo, por su parte, siguió tarareando cada vez que pasaba por la plaza, mientras nosotros, desde el bar del Germán, disimulábamos la risa.


miércoles, 12 de junio de 2013

LA INSPIRACIÓN




Es fin de semana y hace un día de primavera maravilloso, pero Ed se ha resistido a las propuestas para salir por ahí, a hacer algún viaje corto. Tentador, qué duda cabe, pero no, muchas gracias, responde con firmeza, voy a empezar a escribir. Del sábado, no pasa.

Así que el sábado se levanta a las 11, una hora que a él mismo le espanta por temprana. Durante unos momentos, medita si ponerse inmediatamente a escribir o atender a unos mínimos requerimientos higiénicos. Como la barba le pica a rabiar, opta por esto último, y tras un afeitado y una ducha rápida se vuelve a poner el pijama (¿para qué va a vestirse, si no va a salir de casa?), se acomoda frente a la mesa, enciende el ordenador y abre un documento en blanco. Se queda mirando al cursor que parpadea, servicial, y se da cuenta de que todas las magníficas ideas concebidas previamente (muchas de ellas, mientras dormía) le parecen ahora absurdas, anodinas e indignas de ser consignadas por escrito. Bueno, paciencia, el miedo a la página en blanco, es sabido. Será cosa de desayunar, para tomar fuerzas y despejar la mente.

Va a la cocina, prepara un café bien cargado y vuelve ante la mesa, con la taza humeante y unas rosquillas algo duras que ha encontrado en un armario de la cocina. Se toma el desayuno sin dejar de mirar la página en blanco, donde parpadea sin tregua el fiel cursor. Se tira así un buen rato, hasta sentirse casi hipnotizado. Al fin, se despereza, se rasca la coronilla, se desabrocha el primer botón del pijama, lo retuerce hasta que lo arranca y se enfada consigo mismo porque luego tendrá que coserlo. Lo deja a un lado y se levanta a buscar un cigarrillo, acallando la voz interior que le recuerda que hace un par de semanas decidió dejar de fumar.

Lo enciende, aprecia el sol que se cuela por la ventana del balcón y decide salir a fumárselo disfrutando de la buena temperatura. Se acoda en la barandilla, expulsando humo y mirando pasar los coches y a las vecinas que cotillean al volver de la compra. Al fin, cuando comprende que no puede fumarse el filtro, lo tira a la calle y vuelve ante el ordenador, comprobando que el cursor sigue parpadeando sin moverse del sitio, el muy cansino.

Cuando los párpados están a punto de cerrársele, un susurro le atraviesa el cerebro. Se despabila, contento y escribe: Aquella tarde llovía intensamente. Se para, contempla la frase y la considera, crítico. Llega a la conclusión de que no está bien empezar con un adverbio en “mente” y lo cambia por de forma intensa. Decide que no le gusta: parece una frase del hombre del tiempo. Vuelve a poner intensamente y se detiene, mirando rencoroso al cursor, que espera al final de la frase como un perrito fiel. Tas un buen rato bosteza, se rasca de nuevo, selecciona la frase, cambia varias veces el estilo de letra del texto, para llegar a la conclusión de que el primero era el que más le gustaba. Luego, con el traductor automático lo pasa al chino y se dice que es una pena que nadie lo entienda, con lo bonito que queda. Vuelve a traducirlo al castellano, comprobando con satisfacción que el resultado es Intensamente del llovía del tarde de Aquella. Pero, la verdad es que, a pesar de ser muy estético, no le sirve, así que vuelve a escribir la frase inicial y se pregunta a quién puede importarle que lloviera o no aquella tarde. Intenta imaginar a un personaje. ¿Chico o chica? Se inclina por la segunda opción, pero no entiende qué demonios hace ella en medio de la calle con la que está cayendo. De pronto, se da cuenta de que tiene un nuevo cigarrillo entre los dedos, y eso que él había decidido dejar de fumar hace dos semanas. Se encoge de hombros, lo enciende y se lo fuma despacio, dejando a su posible protagonista en medio del aguacero.

Tira la colilla al suelo y de pronto se da cuenta de que tiene mucha hambre. Claro, como que son cerca de las tres de la tarde, hay que ver cómo pasa el tiempo. Medita si pedir una pizza por teléfono o hacerse un bocata. Al fin, se decide por la segunda opción y se dirige a la cocina. Vuelve al cabo de un rato con una cerveza y media barra de pan (no demasiado seco) en la que ha intercalado un montón de cosas que ha encontrado en la nevera, algunas de ellas sin caducar. Corre la silla hacia un lado, no tanto por no echar migas en el ordenador como por evitar la vista del solícito cursor, que está empezando a caerle francamente mal. Termina la comida y, en contra de su costumbre, deja el plato en el fregadero, aunque olvida el vaso en la mesa, junto al botón arrancado del pijama. Se prepara un café y se vuelve con la taza hacia su puesto de trabajo, considerando durante otro rato cuál puede ser la interacción de la lluvia con la posible chica (como recordatorio, escribe la palabra: chica después de la frase).

Se despierta con un respingo, a punto de caerse de la silla. El teléfono está sonando desesperadamente. Balbucea una respuesta, notando que el salón está ahora muy oscuro. Vaya, pues ha debido dormir un buen rato. Consigue enterarse de que un colega le está proponiendo salir con unas amigas que han venido de visita, aprovechando el fin de semana y el buen tiempo. Está a punto de negarse, virtuoso, pero al final acepta. Mira por última vez la pantalla del ordenador, le da a “salvar” (por si acaso) y le alegra enormemente ver desaparecer el cursor.

Una hora más tarde, sin pizca de remordimiento, con un whisky a mano, conversa con una chica muy agradable a la que inmediatamente ha catalogado como futura posibilidad interesante. Al cabo de un rato de amena charla, ella le pregunta a qué se dedica. Por un momento, está a punto de contarle cuál es el anodino trabajo que le da de comer esta temporada. Pero consigue reaccionar a tiempo, hace una pausa disfrutando de la cara de espectación de su nueva amiga y le dice, muy serio: “estoy escribiendo una novela”. 

jueves, 9 de mayo de 2013

DE VUELTA


Uno de los privilegios de la edad, piensa gata vieja, es que una puede permitirse el lujo de ir más despacio, se acabaron las urgencias; total, nadie te espera. Así que una de sus distracciones favoritas es subirse al tejado al atardecer, tendida sobre las tejas que aún conservan el calorcito del sol, y pasar el tiempo viendo las evoluciones de las golondrinas, con sus chillidos como música de fondo.

Cuando se marchan, en esa hora en que la luz del día se vuelve cada vez más azul, conviene esperar a que salga la luna, mejor si está bien llena, y ver cómo sube por el cielo, y cómo, obedeciendo tal vez a su llamada, los gatos jóvenes salen de cortejo, mientras las gatas les aguardan impacientes, a pesar de su fingida displicencia. Luego, son sus gritos de éxtasis los que sirven de música de fondo a las reflexiones de gata vieja, y ella sonríe indulgente, pensando que no es tan malo estar ya de vuelta de todo eso, pasada de calores como quien dice, viviendo la vida como se presenta, sin especiales ansias, sin pedirle nada.

Pero entonces, aparece por la esquina un macho, no muy joven, no especialmente bello, pero sí con un aire de seguridad y aplomo que ella no puede sino apreciar. Contempla sus pasos firmes y cautelosos, las orejas erguidas, el reflejo de plata que la luna pinta en su lomo, y no puede evitar un estremecimiento ya olvidado. Se sacude, perpleja, mientras él gana el siguiente tejado con un salto ágil; ni siquiera la ha visto. Gata vieja sonríe para sí, irónica, y vuelve los ojos hacia la luna que reina en el centro del cielo. “Esto es culpa tuya”, reprocha en silencio, “vaya bromitas me gastas, hermana”.

martes, 30 de abril de 2013

LA MADRE


Se había marchado hacía mucho tiempo. El padre acabó resignándose, era un mal hijo, no había que darle más vueltas. Pero la madre no dejó un solo día de esperar su regreso. Todas las tardes, a la caída del sol, se sentaba en la puerta de casa, mirando al fondo de la calle, por donde se iba hacia las huertas, diciéndose que, de un momento a otro, le vería aparecer. Pasaron los días, los años, monótonos, tercos, sin hacerla desistir de su espera. Su marido, a veces, se la quedaba mirando y entraba en la casa sin decir nada, mientras ella fingía que no se daba cuenta.

Mientras esperaba, sentada en la silla, rezaba pidiendo lo que acabó por considerar un milagro. Acudió a videntes que, tras estudiar caracolas, posos de té, vasos de agua medio llenos, le aseguraban que no debía perder la esperanza, y ella volvía con renovada fuerza a su cita frustrada de cada tarde. Sólo en una ocasión, aquella vieja del pueblo, tras echar las cartas varias veces, pronunció palabras oscuras y amenazadoras. Ella prefirió no hacerle caso, pensó que chocheaba.

El tiempo se llevó por delante al padre, que acabó muriendo sin que ella casi se diera cuenta. Después del entierro, volvió a sentarse en la puerta de casa, con el rosario entre las manos, haciendo promesas.

Sin embargo, aquella tarde no había salido a la puerta. Llovía con fuerza, y ella había instalado su puesto de observación dentro de la casa, sin dejar de mirar hacia la calle azotada por la lluvia. Entonces lo vió llegar, una mochila al hombro, desdibujado por el agua y la distancia. La madre entornó los ojos, tratando de distinguir mejor aquella forma de caminar inconfundible. Según se fue acercando comprobó que no se había equivocado. Lanzó un grito de júbilo, soltó el rosario y salió a la calle atropelladamente, indiferente al agua que la empapaba. Se abrazó a él, musitando que lo sabía, que lo sabía desde siempre. Él la pasó un brazo por los hombros, y ella notó que estaba muy delgado. Entraron juntos a la casa. La madre le condujo a la habitación. Él se sorprendió al ver que estaba limpia, la cama recién hecha. Ella dijo sencillamente: “sabía que vendrías”.

Al día siguiente, la madre preparó la comida que más le gustaba de niño, y él la celebró diciendo que se había acordado de sus guisos muchas veces. Ella quiso entonces saber dónde había estado, qué había hecho, pero él miró al plato, silencioso, y ni en ese momento ni después dio ninguna explicación. Todavía ella intentó preguntar alguna otra vez, pero la respuesta siempre era un silencio obstinado, el ceño fruncido, y dejó de insistir para no molestarle.

Durante un tiempo, él se dedicó a trabajos ocasionales, de los que volvía siempre cansado y contento. Ahora, la madre esperaba sentada en la puerta sólo por el gusto de verle venir, al caer la tarde. Cuando llegaba, se levantaba de la silla, le daba un beso y se marchaba a la cocina, a preparar esos platos que le gustaban. Pero un día se retrasó, la noche había caído hace tiempo cuando le vio venir por el fondo de la calle, la cena estaba en la mesa, ya fría. Le preguntó qué había sucedido, y él dijo, con mala cara, que tenía derecho a tomarse una copa con los amigos. Ella prefirió no darle importancia, olvidar la angustia de las horas pasadas esperándole, temiendo que no volviera. Después, se acostumbró a que muchos días la cena se enfriase antes de que él apareciera, o a oírle llegar de madrugada, gritando incoherencias de borracho. Ella entonces aprendió a ignorar su propia angustia, los chismes malintencionados de las vecinas. Lo único importante es que había vuelto a casa.

Una noche, ya acostada, oyó sus pasos inciertos, acompañados esta vez una risa femenina y estridente. Metió la cabeza bajo la almohada y repitió sus gastadas oraciones, intentando no darse cuenta de lo que sucedía en la habitación de al lado. Pero al día siguiente no tuvo más remedio que enterarse. Mientras preparaba el desayuno, una mujer se asomó a la puerta de la cocina, mirándola con sorna. En los labios tenía un cigarrillo que dejó un rastro de ceniza en el suelo. Desapareció sin decir palabra, y poco después la puerta de la calle se cerró con un golpe brusco. Ella siguió trajinando y no mencionó el encuentro a su hijo, cuando apareció, sin afeitar y en pijama. Sólo le preguntó si aquella mañana no iba a trabajar. Él se encogió de hombros y dijo que le habían despedido. Después, preguntó con aspereza si no estaba todavía el desayuno. La madre acabó de prepararlo y se lo puso delante sin decir nada.

Las risas se repitieron varias noches. Ella aguardaba en su cama, tapando el ruido de la habitación de al lado con sus rezos. No volvió a encontrarse con la mujer en la cocina, porque aprendió a permanecer en su cuarto hasta que oía sus tacones alejarse por el pasillo, camino de la puerta.

Después, descubrió que faltaba parte del dinero que guardaba en un sobre, dentro de un cajón de la cómoda. Pensó que se trataría de una equivocación, quizás había gastado más de lo que creía. Pero, pocos días después, encontró el sobre vacío. Miró el monedero, pero tampoco allí encontró nada. Cuando el hijo volvió, ya de noche, le preguntó si sabía algo del dinero. Él no negó, le dijo que lo había cogido; al fin y al cabo lo necesitaba más que una vieja como ella. La madre se tragó el disgusto y no respondió.

 iguió esperándole en la puerta por las tardes, aunque cada vez con más frecuencia él llegaba de madrugada, y a veces ella pensaba si no sería mejor así, porque temía su mal humor, sus voces destempladas, sus exigencias, sus peticiones de un dinero que ella no podía darle. Se esforzaba por complacerle, tenerlo todo a punto, su habitación limpia y arreglada, la comida en la mesa, aunque fuera tan tarde, después de una larga espera en que no podía contener la angustia, sabiendo que llegaría borracho, dando trompicones por la calle adelante, o temiendo no volver a verle nunca.

Incapaz de aguantarlo por más tiempo, un día se armó de valor. Cuando llegó por la tarde habló con él, le pidió que dejara de beber, que buscara otro trabajo. Él la miró con ojos vidriosos, farfulló que no se metiera en cosas que no entendía y le dio un empujón. Desde el suelo, ella le vio alejarse hacia el dormitorio. Se incorporó con dificultad, apoyándose en la pared más cercana. Le dolía el hombro, se lo había golpeado al caer, pero no era eso lo que más le dolía. Fue a la cocina y se quedó allí mucho tiempo, sentada delante de la mesa, diciéndose que debería levantarse y preparar la cena, se estaba haciendo tarde. Al fin, se puso en pie con dificultad, se acercó a la alacena y rebuscó en el cajón, sin hacer caso de la punzada de dolor que sentía en el hombro. Avanzó temerosa por el pasillo, hasta la puerta de la habitación del hijo, apoyó el oído en la puerta y sintió sus inquietos ronquidos. Abrió la puerta con cuidado, para no despertarle y le miró largo rato, dejándose invadir por la tristeza. Luego, sacó el cuchillo de debajo del delantal y se lo clavó con todas sus fuerzas en el pecho.

Caminó despacio hasta la puerta, cogió su silla y se sentó afuera, el rosario entre las manos, mirando la calle que se perdía hacia las huertas, cada vez más oscura mientras caía la noche.  

martes, 23 de abril de 2013

EL LIBRO

Era antigua, muy antigua. Tanto como la ciudad, tanto como el río, que quedaba enfrente. O eso le gustaba imaginar a él. Cuando volvía del trabajo, solía pararse frente al escaparate, donde los libros parecían haberse acomodado según criterios que sólo ellos entendían. Aquella tarde, por fin, venció la timidez y se decidió a entrar. Desde la puerta, echó un vistazo al caos reinante. Respiró con agrado el olor del papel viejo mientras recorría el poco espacio que no estaba cubierto de libros. Al fondo, tras un escritorio, un hombre calvo leía a la improbable luz de una lamparita. No pareció percatarse de su presencia, así que se dedicó a fisgar a su gusto.

Se fijó en un grueso tomo, que destacaba en una mesa junto al escaparate, brillando suavemente a la escasa luz que entraba por los cristales sucios. Acarició la cubierta, estropeada por una mancha oscura, y lo abrió por la primera página. Era el último tomo de un diccionario, impreso a dos columnas y, a juzgar por el sello de la primera página, procedía de una biblioteca. Pasó las hojas, apreciando el crujido del papel amarillento, detectando, con placer de arqueólogo, palabras en desuso hacía un siglo.

Al volver una página, vio un pequeño dibujo. Un hombre sostenía una espada, mientras tendía hacia adelante el otro brazo, en gesto de advertencia, o amenaza. Era un dibujo torpe, casi infantil, le pareció, impropio de aquel libro. Lo examinó, un poco intrigado. No había visto ilustraciones hasta ese momento, ni encontró ninguna otra en las páginas siguientes. La sonería grave de un reloj de pared, medio oculto entre dos pilas de libros, le informó de que ya eran las ocho. Soltó el diccionario y salió, despidiéndose del calvo, que no se dio por aludido.

Al día siguiente, se dirigió a la librería en cuanto salió del trabajo. Comprobó con alivio que el diccionario seguía en el mismo sitio. Pasó la mano por el suave brillo del cuero color castaño y se puso a hojearlo, pero no vio el dibujo. Le sobresaltó la sonería del reloj. Se había hecho muy tarde. Cogió el volumen y fue hasta el escritorio en que el calvo examinaba facturas.

Le pareció advertir sorpresa en la mirada del hombre cuando le preguntó el precio. Cortó con impaciencia sus explicaciones de que era un volumen disparejo e insistió con brusquedad en su deseo de adquirirlo. El otro se encogió de hombros y le dijo una cifra. Era un precio exagerado, pero sacó el dinero y pagó sin decir nada. Rechazó el ofrecimiento de una bolsa para guardarlo y salió a la calle con el tomo debajo del brazo.

Una vez en casa, se sentó junto a la lámpara de pie del salón, lo colocó sobre una mesita y empezó a examinarlo desde el principio. Allí estaban todas las palabras muertas hacía tiempo, pero ni rastro del dibujo. Siguió buscando, con creciente impaciencia, hasta que le interrumpió el sonido del teléfono. La voz alegre de Bea le contó que acababa de llegar de viaje, que se moría de ganas de verle y que quería tomar una copa con él. Rechazó la propuesta, poniendo como excusa el cansancio, y colgó.

Volvió a su exploración, hasta llegar al final del volumen. Nada. Meneó la cabeza, incrédulo. Pensó que se habría llevado por error otro tomo diferente, pero la mancha de la portada y el sello de la biblioteca le confirmaron sin dudas que no era así. Bueno, era un dibujo pequeño, no se habría fijado bien. Fue a buscar una lupa, y siguió mirando. Al cabo, notó que le dolían los ojos. Eran cerca de las tres de la madrugada. Mejor ir un rato a dormir, por la mañana seguiría buscando.

Apenas pudo descansar. En los breves ratos de semisueño, le parecía ver un gesto amenazante, el brillo de una espada. Se levantó muy temprano, se echó agua en la cara y todavía en pijama volvió al salón. El libro esperaba, encima de la mesa, su encuadernación brillando suave a la luz de la lámpara. Se sentó frente a él, cogió la lupa y volvió a examinarlo despacio, asegurándose de que no se saltaba ninguna página. Lo examinó con angustia creciente, de principio a fin, hasta que el colofón le informó, con sarcasmo, de la fecha de impresión y el santo del día. Se dijo vagamente que eso ya no se ponía, y se preguntó, irritado, dónde estaría el dibujo que se empeñaba en escapársele. Con tenacidad maniática empezó desde la primera página, desde el sello desvaído de la biblioteca ya inexistente, desdeñando las palabras muertas que le salían al paso.

Le interrumpió el timbre del teléfono. Llamaban de la oficina, extrañados de que no hubiera ido a trabajar. Se dio cuenta entonces de que la luz del día llenaba ya el salón: eran más de las doce. Contestó que se había levantado con fiebre, y mientras colgó se dijo que, después de todo, no dejaba de ser cierto. Se obligó a ir a la cocina, y preparó un café, que tomó sin ganas. Enseguida volvió a ponerse frente al libro, la lupa en la mano. El teléfono sonó varias veces, hasta que lo desconectó, irritado. Siguió mirando, interrumpiéndose tan sólo en los momentos en que el cansancio le hacía caer en una duermevela de la que le sacaba la angustia de una confusa advertencia, el filo de una espada amenazadora. Creyó oír que llamaban a la puerta.

Debió dormirse de madrugada, porque despertó de golpe en pleno día: ahora no cabía duda, estaban aporreando la puerta. Decidió no contestar. El libro estaba abierto frente a él, debía examinarlo otra vez, no tenía tiempo de atender a nadie… Escuchó el sonido de la llave en la cerradura. Un momento después, la portera y Bea estaban frente a él, mirándole con fijeza.

Tras un momento de tenso silencio, la portera anunció que se iba. Se rascó la barba, confuso. Cayó en la cuenta de que debía tener una pinta lamentable, sin afeitar, con aquel pijama arrugado. Bea se lo confirmó, interesándose, de paso, por la última vez que se había duchado. Confesó que no se acordaba, como tampoco del día de la semana en que estaban. Puso cara de asombro cuando ella, en un tono muy frío, le contestó que era domingo.

-¿Domingo? Si ayer era jueves…

-Precisamente -replicó ella, con impaciencia- Llevo tres días llamándote y no contestas, he venido a verte y no abres. Ya me tenías preocupada.

-Es que, verás, estoy buscando el dibujo.

-Como no te expliques mejor…

Le señaló vagamente el libro abierto, mientras se pasaba la mano por los ojos, que le escocían a rabiar.

-Estaba ahí, pero no lo encuentro.

Bea se cruzó de brazos, se sentó en una butaca próxima y manifestó que debía estar muy espesa, porque seguía sin entender nada. Él le habló entonces del dibujo, de cómo lo había visto por primera y única vez cuando miró el diccionario en la librería, de cómo lo buscaba desde entonces. No faltaba ni una sola página, estaba seguro, lo había comprobado cien veces. Y no, no se había equivocado de libro, era el mismo, sin duda, la misma mancha en la portada, el mismo sello de la biblioteca desaparecida. Ella siguió escuchando con atención, los brazos cruzados, hasta que él terminó de hablar.

-Vale, sí, había un dibujo y no lo encuentras. ¿Y qué?

Él la miró, estupefacto, con sus ojos hinchados.

-¿No lo entiendes? Estaba ahí, y era un tipo con una espada, y si ya no está, quién sabe dónde se habrá metido, qué pueda hacer. Ya, ya veo que no lo entiendes ‑prosiguió, con pesar-. Verás, hay otra posibilidad, y es que verdaderamente haya desaparecido del todo, que no esté en ningún sitio, y eso es aún peor, porque entonces, entonces…

Se detuvo, intentando encontrar palabras convincentes. Habló de la totalidad, la rotura del equilibrio, el vacío, el caos. Se calló al fin, sin dejar de mirarla con aire de desamparo. Ella se mantuvo un rato en silencio, devolviéndole la mirada. Luego, suspiró, se puso en pie, se dirigió hacia el libro y lo cerró de golpe. Se lo puso bajo el brazo, sin hacer caso de la expresión de alarma de él.

-Bueno, sigo sin entender muy bien. Creo que has estado trabajando demasiado, o algo así. Te diré lo que vamos a hacer: tú ahora te aseas como es debido, o sea, te afeitas, te duchas, metes ese pijama en la lavadora y te vistes de persona. Yo, mientras tanto, voy a resolver esto de una vez. Luego, te vengo a buscar y nos vamos a dar un paseo y a comer algo: necesitas que te dé el aire.

Sin dejarle replicar, se fue hacia la puerta, con el libro bajo el brazo. Cerró tras ella y bajó las escaleras deprisa. Casi corriendo, llegó hasta la calle del río y bajó al muelle. Se acercó al agua y agarró el libro con las dos manos. El sol hacía brillar suavemente su cubierta manchada. Se detuvo un momento y lo abrió al azar. Le pareció ver una pequeña ilustración. Volvió las páginas. No, no había nada. Lo cerró de golpe y lo lanzó a la corriente.

Volvió sobre sus pasos, ya casi tranquila, disfrutando del sol de la mañana. Abrió la puerta de la casa y anunció que estaba de vuelta. Le alivió escuchar una voz alegre respondiendo desde el cuarto de baño. A poco, él entró en el salón, envuelto en el albornoz, sin rastro de barba, el pelo mojado, sonriendo. Se paró frente a ella, le acarició la mejilla y le dio las gracias.

-Me estaba volviendo loco. Si no es por ti, no sé…

Luego, se fue a la habitación, para regresar enseguida, ya vestido, anunciando que se moría de hambre.

Salieron a la calle, cogidos del brazo. Él propuso un restaurante cercano y ella dijo que no terminaba de convencerle. Siguieron charlando hasta llegar a la calle que daba al río. Entonces, Bea se soltó y se acercó al pretil. Se quedó quieta, mirando un momento la corriente. Luego, se volvió hacia él, el ceño levemente fruncido.

-Oye, una cosa... ¿Ese dibujo, cómo era? ¿Un tipo con una espada, me dijiste?

martes, 19 de marzo de 2013

LAZOS DE SANGRE



La mujer es mayor, más de 70 años. Pelo blanco no muy bien peinado, sobrepeso, piernas que denotan por su modo de andar las dificultades de la edad. Abrigo oscuro y mochila con ruedas de colores. Esta última no es suya, sino del nieto al que lleva al colegio. Dos autobuses diarios, a las 8,30 de la mañana, todos los días lectivos del año. El niño tiene unos 7 años, va bien tapado con gorro y bufanda; quizás esto le haga parecer más inexpresivo de lo que es. En todo caso, no habla, nunca habla. Va junto a su abuela, en el asiento de al lado, pero ni siquiera la mira, ni cuando ella entabla conversación con la madre de otro niño que acude al mismo colegio: permanece mirando por la ventana, indiferente, aunque estén hablando de él. Cuando llegan a la parada, se baja tras la mujer, que arrastra su mochila camino de la parada del otro autobús, tarea pendiente que aún le queda, como luego será volver a cogerlos ella sola en sentido inverso, deshacer el camino para llegar a casa, a hacer las tareas de todos los días, la cama que dejó deshecha para no retrasarse, la cama en que con gusto se echaría un rato más a dormir, aunque ya no son horas. Sí, le gustaría dormir un poco más todas las mañanas, en lugar de tener que salir a la calle tan temprano, haga frío o llueva, para llevar a su nieto al colegio, ese nieto que es su principal tarea, también por la tarde, por la tarde, cuando acude a buscarle, o cuando le ayuda con los deberes, porque sus padres están demasiado ocupados con el trabajo. Ese nieto, en el que no deja de pensar en todo el día, que siempre tiene presente, que es su principal preocupación, su misión en este mundo, ese nieto al que odia con toda su alma.