martes, 30 de abril de 2013

LA MADRE


Se había marchado hacía mucho tiempo. El padre acabó resignándose, era un mal hijo, no había que darle más vueltas. Pero la madre no dejó un solo día de esperar su regreso. Todas las tardes, a la caída del sol, se sentaba en la puerta de casa, mirando al fondo de la calle, por donde se iba hacia las huertas, diciéndose que, de un momento a otro, le vería aparecer. Pasaron los días, los años, monótonos, tercos, sin hacerla desistir de su espera. Su marido, a veces, se la quedaba mirando y entraba en la casa sin decir nada, mientras ella fingía que no se daba cuenta.

Mientras esperaba, sentada en la silla, rezaba pidiendo lo que acabó por considerar un milagro. Acudió a videntes que, tras estudiar caracolas, posos de té, vasos de agua medio llenos, le aseguraban que no debía perder la esperanza, y ella volvía con renovada fuerza a su cita frustrada de cada tarde. Sólo en una ocasión, aquella vieja del pueblo, tras echar las cartas varias veces, pronunció palabras oscuras y amenazadoras. Ella prefirió no hacerle caso, pensó que chocheaba.

El tiempo se llevó por delante al padre, que acabó muriendo sin que ella casi se diera cuenta. Después del entierro, volvió a sentarse en la puerta de casa, con el rosario entre las manos, haciendo promesas.

Sin embargo, aquella tarde no había salido a la puerta. Llovía con fuerza, y ella había instalado su puesto de observación dentro de la casa, sin dejar de mirar hacia la calle azotada por la lluvia. Entonces lo vió llegar, una mochila al hombro, desdibujado por el agua y la distancia. La madre entornó los ojos, tratando de distinguir mejor aquella forma de caminar inconfundible. Según se fue acercando comprobó que no se había equivocado. Lanzó un grito de júbilo, soltó el rosario y salió a la calle atropelladamente, indiferente al agua que la empapaba. Se abrazó a él, musitando que lo sabía, que lo sabía desde siempre. Él la pasó un brazo por los hombros, y ella notó que estaba muy delgado. Entraron juntos a la casa. La madre le condujo a la habitación. Él se sorprendió al ver que estaba limpia, la cama recién hecha. Ella dijo sencillamente: “sabía que vendrías”.

Al día siguiente, la madre preparó la comida que más le gustaba de niño, y él la celebró diciendo que se había acordado de sus guisos muchas veces. Ella quiso entonces saber dónde había estado, qué había hecho, pero él miró al plato, silencioso, y ni en ese momento ni después dio ninguna explicación. Todavía ella intentó preguntar alguna otra vez, pero la respuesta siempre era un silencio obstinado, el ceño fruncido, y dejó de insistir para no molestarle.

Durante un tiempo, él se dedicó a trabajos ocasionales, de los que volvía siempre cansado y contento. Ahora, la madre esperaba sentada en la puerta sólo por el gusto de verle venir, al caer la tarde. Cuando llegaba, se levantaba de la silla, le daba un beso y se marchaba a la cocina, a preparar esos platos que le gustaban. Pero un día se retrasó, la noche había caído hace tiempo cuando le vio venir por el fondo de la calle, la cena estaba en la mesa, ya fría. Le preguntó qué había sucedido, y él dijo, con mala cara, que tenía derecho a tomarse una copa con los amigos. Ella prefirió no darle importancia, olvidar la angustia de las horas pasadas esperándole, temiendo que no volviera. Después, se acostumbró a que muchos días la cena se enfriase antes de que él apareciera, o a oírle llegar de madrugada, gritando incoherencias de borracho. Ella entonces aprendió a ignorar su propia angustia, los chismes malintencionados de las vecinas. Lo único importante es que había vuelto a casa.

Una noche, ya acostada, oyó sus pasos inciertos, acompañados esta vez una risa femenina y estridente. Metió la cabeza bajo la almohada y repitió sus gastadas oraciones, intentando no darse cuenta de lo que sucedía en la habitación de al lado. Pero al día siguiente no tuvo más remedio que enterarse. Mientras preparaba el desayuno, una mujer se asomó a la puerta de la cocina, mirándola con sorna. En los labios tenía un cigarrillo que dejó un rastro de ceniza en el suelo. Desapareció sin decir palabra, y poco después la puerta de la calle se cerró con un golpe brusco. Ella siguió trajinando y no mencionó el encuentro a su hijo, cuando apareció, sin afeitar y en pijama. Sólo le preguntó si aquella mañana no iba a trabajar. Él se encogió de hombros y dijo que le habían despedido. Después, preguntó con aspereza si no estaba todavía el desayuno. La madre acabó de prepararlo y se lo puso delante sin decir nada.

Las risas se repitieron varias noches. Ella aguardaba en su cama, tapando el ruido de la habitación de al lado con sus rezos. No volvió a encontrarse con la mujer en la cocina, porque aprendió a permanecer en su cuarto hasta que oía sus tacones alejarse por el pasillo, camino de la puerta.

Después, descubrió que faltaba parte del dinero que guardaba en un sobre, dentro de un cajón de la cómoda. Pensó que se trataría de una equivocación, quizás había gastado más de lo que creía. Pero, pocos días después, encontró el sobre vacío. Miró el monedero, pero tampoco allí encontró nada. Cuando el hijo volvió, ya de noche, le preguntó si sabía algo del dinero. Él no negó, le dijo que lo había cogido; al fin y al cabo lo necesitaba más que una vieja como ella. La madre se tragó el disgusto y no respondió.

 iguió esperándole en la puerta por las tardes, aunque cada vez con más frecuencia él llegaba de madrugada, y a veces ella pensaba si no sería mejor así, porque temía su mal humor, sus voces destempladas, sus exigencias, sus peticiones de un dinero que ella no podía darle. Se esforzaba por complacerle, tenerlo todo a punto, su habitación limpia y arreglada, la comida en la mesa, aunque fuera tan tarde, después de una larga espera en que no podía contener la angustia, sabiendo que llegaría borracho, dando trompicones por la calle adelante, o temiendo no volver a verle nunca.

Incapaz de aguantarlo por más tiempo, un día se armó de valor. Cuando llegó por la tarde habló con él, le pidió que dejara de beber, que buscara otro trabajo. Él la miró con ojos vidriosos, farfulló que no se metiera en cosas que no entendía y le dio un empujón. Desde el suelo, ella le vio alejarse hacia el dormitorio. Se incorporó con dificultad, apoyándose en la pared más cercana. Le dolía el hombro, se lo había golpeado al caer, pero no era eso lo que más le dolía. Fue a la cocina y se quedó allí mucho tiempo, sentada delante de la mesa, diciéndose que debería levantarse y preparar la cena, se estaba haciendo tarde. Al fin, se puso en pie con dificultad, se acercó a la alacena y rebuscó en el cajón, sin hacer caso de la punzada de dolor que sentía en el hombro. Avanzó temerosa por el pasillo, hasta la puerta de la habitación del hijo, apoyó el oído en la puerta y sintió sus inquietos ronquidos. Abrió la puerta con cuidado, para no despertarle y le miró largo rato, dejándose invadir por la tristeza. Luego, sacó el cuchillo de debajo del delantal y se lo clavó con todas sus fuerzas en el pecho.

Caminó despacio hasta la puerta, cogió su silla y se sentó afuera, el rosario entre las manos, mirando la calle que se perdía hacia las huertas, cada vez más oscura mientras caía la noche.  

martes, 23 de abril de 2013

EL LIBRO

Era antigua, muy antigua. Tanto como la ciudad, tanto como el río, que quedaba enfrente. O eso le gustaba imaginar a él. Cuando volvía del trabajo, solía pararse frente al escaparate, donde los libros parecían haberse acomodado según criterios que sólo ellos entendían. Aquella tarde, por fin, venció la timidez y se decidió a entrar. Desde la puerta, echó un vistazo al caos reinante. Respiró con agrado el olor del papel viejo mientras recorría el poco espacio que no estaba cubierto de libros. Al fondo, tras un escritorio, un hombre calvo leía a la improbable luz de una lamparita. No pareció percatarse de su presencia, así que se dedicó a fisgar a su gusto.

Se fijó en un grueso tomo, que destacaba en una mesa junto al escaparate, brillando suavemente a la escasa luz que entraba por los cristales sucios. Acarició la cubierta, estropeada por una mancha oscura, y lo abrió por la primera página. Era el último tomo de un diccionario, impreso a dos columnas y, a juzgar por el sello de la primera página, procedía de una biblioteca. Pasó las hojas, apreciando el crujido del papel amarillento, detectando, con placer de arqueólogo, palabras en desuso hacía un siglo.

Al volver una página, vio un pequeño dibujo. Un hombre sostenía una espada, mientras tendía hacia adelante el otro brazo, en gesto de advertencia, o amenaza. Era un dibujo torpe, casi infantil, le pareció, impropio de aquel libro. Lo examinó, un poco intrigado. No había visto ilustraciones hasta ese momento, ni encontró ninguna otra en las páginas siguientes. La sonería grave de un reloj de pared, medio oculto entre dos pilas de libros, le informó de que ya eran las ocho. Soltó el diccionario y salió, despidiéndose del calvo, que no se dio por aludido.

Al día siguiente, se dirigió a la librería en cuanto salió del trabajo. Comprobó con alivio que el diccionario seguía en el mismo sitio. Pasó la mano por el suave brillo del cuero color castaño y se puso a hojearlo, pero no vio el dibujo. Le sobresaltó la sonería del reloj. Se había hecho muy tarde. Cogió el volumen y fue hasta el escritorio en que el calvo examinaba facturas.

Le pareció advertir sorpresa en la mirada del hombre cuando le preguntó el precio. Cortó con impaciencia sus explicaciones de que era un volumen disparejo e insistió con brusquedad en su deseo de adquirirlo. El otro se encogió de hombros y le dijo una cifra. Era un precio exagerado, pero sacó el dinero y pagó sin decir nada. Rechazó el ofrecimiento de una bolsa para guardarlo y salió a la calle con el tomo debajo del brazo.

Una vez en casa, se sentó junto a la lámpara de pie del salón, lo colocó sobre una mesita y empezó a examinarlo desde el principio. Allí estaban todas las palabras muertas hacía tiempo, pero ni rastro del dibujo. Siguió buscando, con creciente impaciencia, hasta que le interrumpió el sonido del teléfono. La voz alegre de Bea le contó que acababa de llegar de viaje, que se moría de ganas de verle y que quería tomar una copa con él. Rechazó la propuesta, poniendo como excusa el cansancio, y colgó.

Volvió a su exploración, hasta llegar al final del volumen. Nada. Meneó la cabeza, incrédulo. Pensó que se habría llevado por error otro tomo diferente, pero la mancha de la portada y el sello de la biblioteca le confirmaron sin dudas que no era así. Bueno, era un dibujo pequeño, no se habría fijado bien. Fue a buscar una lupa, y siguió mirando. Al cabo, notó que le dolían los ojos. Eran cerca de las tres de la madrugada. Mejor ir un rato a dormir, por la mañana seguiría buscando.

Apenas pudo descansar. En los breves ratos de semisueño, le parecía ver un gesto amenazante, el brillo de una espada. Se levantó muy temprano, se echó agua en la cara y todavía en pijama volvió al salón. El libro esperaba, encima de la mesa, su encuadernación brillando suave a la luz de la lámpara. Se sentó frente a él, cogió la lupa y volvió a examinarlo despacio, asegurándose de que no se saltaba ninguna página. Lo examinó con angustia creciente, de principio a fin, hasta que el colofón le informó, con sarcasmo, de la fecha de impresión y el santo del día. Se dijo vagamente que eso ya no se ponía, y se preguntó, irritado, dónde estaría el dibujo que se empeñaba en escapársele. Con tenacidad maniática empezó desde la primera página, desde el sello desvaído de la biblioteca ya inexistente, desdeñando las palabras muertas que le salían al paso.

Le interrumpió el timbre del teléfono. Llamaban de la oficina, extrañados de que no hubiera ido a trabajar. Se dio cuenta entonces de que la luz del día llenaba ya el salón: eran más de las doce. Contestó que se había levantado con fiebre, y mientras colgó se dijo que, después de todo, no dejaba de ser cierto. Se obligó a ir a la cocina, y preparó un café, que tomó sin ganas. Enseguida volvió a ponerse frente al libro, la lupa en la mano. El teléfono sonó varias veces, hasta que lo desconectó, irritado. Siguió mirando, interrumpiéndose tan sólo en los momentos en que el cansancio le hacía caer en una duermevela de la que le sacaba la angustia de una confusa advertencia, el filo de una espada amenazadora. Creyó oír que llamaban a la puerta.

Debió dormirse de madrugada, porque despertó de golpe en pleno día: ahora no cabía duda, estaban aporreando la puerta. Decidió no contestar. El libro estaba abierto frente a él, debía examinarlo otra vez, no tenía tiempo de atender a nadie… Escuchó el sonido de la llave en la cerradura. Un momento después, la portera y Bea estaban frente a él, mirándole con fijeza.

Tras un momento de tenso silencio, la portera anunció que se iba. Se rascó la barba, confuso. Cayó en la cuenta de que debía tener una pinta lamentable, sin afeitar, con aquel pijama arrugado. Bea se lo confirmó, interesándose, de paso, por la última vez que se había duchado. Confesó que no se acordaba, como tampoco del día de la semana en que estaban. Puso cara de asombro cuando ella, en un tono muy frío, le contestó que era domingo.

-¿Domingo? Si ayer era jueves…

-Precisamente -replicó ella, con impaciencia- Llevo tres días llamándote y no contestas, he venido a verte y no abres. Ya me tenías preocupada.

-Es que, verás, estoy buscando el dibujo.

-Como no te expliques mejor…

Le señaló vagamente el libro abierto, mientras se pasaba la mano por los ojos, que le escocían a rabiar.

-Estaba ahí, pero no lo encuentro.

Bea se cruzó de brazos, se sentó en una butaca próxima y manifestó que debía estar muy espesa, porque seguía sin entender nada. Él le habló entonces del dibujo, de cómo lo había visto por primera y única vez cuando miró el diccionario en la librería, de cómo lo buscaba desde entonces. No faltaba ni una sola página, estaba seguro, lo había comprobado cien veces. Y no, no se había equivocado de libro, era el mismo, sin duda, la misma mancha en la portada, el mismo sello de la biblioteca desaparecida. Ella siguió escuchando con atención, los brazos cruzados, hasta que él terminó de hablar.

-Vale, sí, había un dibujo y no lo encuentras. ¿Y qué?

Él la miró, estupefacto, con sus ojos hinchados.

-¿No lo entiendes? Estaba ahí, y era un tipo con una espada, y si ya no está, quién sabe dónde se habrá metido, qué pueda hacer. Ya, ya veo que no lo entiendes ‑prosiguió, con pesar-. Verás, hay otra posibilidad, y es que verdaderamente haya desaparecido del todo, que no esté en ningún sitio, y eso es aún peor, porque entonces, entonces…

Se detuvo, intentando encontrar palabras convincentes. Habló de la totalidad, la rotura del equilibrio, el vacío, el caos. Se calló al fin, sin dejar de mirarla con aire de desamparo. Ella se mantuvo un rato en silencio, devolviéndole la mirada. Luego, suspiró, se puso en pie, se dirigió hacia el libro y lo cerró de golpe. Se lo puso bajo el brazo, sin hacer caso de la expresión de alarma de él.

-Bueno, sigo sin entender muy bien. Creo que has estado trabajando demasiado, o algo así. Te diré lo que vamos a hacer: tú ahora te aseas como es debido, o sea, te afeitas, te duchas, metes ese pijama en la lavadora y te vistes de persona. Yo, mientras tanto, voy a resolver esto de una vez. Luego, te vengo a buscar y nos vamos a dar un paseo y a comer algo: necesitas que te dé el aire.

Sin dejarle replicar, se fue hacia la puerta, con el libro bajo el brazo. Cerró tras ella y bajó las escaleras deprisa. Casi corriendo, llegó hasta la calle del río y bajó al muelle. Se acercó al agua y agarró el libro con las dos manos. El sol hacía brillar suavemente su cubierta manchada. Se detuvo un momento y lo abrió al azar. Le pareció ver una pequeña ilustración. Volvió las páginas. No, no había nada. Lo cerró de golpe y lo lanzó a la corriente.

Volvió sobre sus pasos, ya casi tranquila, disfrutando del sol de la mañana. Abrió la puerta de la casa y anunció que estaba de vuelta. Le alivió escuchar una voz alegre respondiendo desde el cuarto de baño. A poco, él entró en el salón, envuelto en el albornoz, sin rastro de barba, el pelo mojado, sonriendo. Se paró frente a ella, le acarició la mejilla y le dio las gracias.

-Me estaba volviendo loco. Si no es por ti, no sé…

Luego, se fue a la habitación, para regresar enseguida, ya vestido, anunciando que se moría de hambre.

Salieron a la calle, cogidos del brazo. Él propuso un restaurante cercano y ella dijo que no terminaba de convencerle. Siguieron charlando hasta llegar a la calle que daba al río. Entonces, Bea se soltó y se acercó al pretil. Se quedó quieta, mirando un momento la corriente. Luego, se volvió hacia él, el ceño levemente fruncido.

-Oye, una cosa... ¿Ese dibujo, cómo era? ¿Un tipo con una espada, me dijiste?