Es fin de semana y hace un día de primavera maravilloso, pero Ed se ha resistido a las propuestas para salir por ahí, a hacer algún viaje corto. Tentador, qué duda cabe, pero no, muchas gracias, responde con firmeza, voy a empezar a escribir. Del sábado, no pasa.
Así que el sábado
se levanta a las 11, una hora que a él mismo le espanta por temprana. Durante
unos momentos, medita si ponerse inmediatamente a escribir o atender a unos
mínimos requerimientos higiénicos. Como la barba le pica a rabiar, opta por
esto último, y tras un afeitado y una ducha rápida se vuelve a poner el pijama
(¿para qué va a vestirse, si no va a salir de casa?), se acomoda frente a la
mesa, enciende el ordenador y abre un documento en blanco. Se queda mirando al
cursor que parpadea, servicial, y se da cuenta de que todas las magníficas
ideas concebidas previamente (muchas de ellas, mientras dormía) le parecen
ahora absurdas, anodinas e indignas de ser consignadas por escrito. Bueno,
paciencia, el miedo a la página en blanco, es sabido. Será cosa de desayunar,
para tomar fuerzas y despejar la mente.
Va a la cocina,
prepara un café bien cargado y vuelve ante la mesa, con la taza humeante y unas
rosquillas algo duras que ha encontrado en un armario de la cocina. Se toma el
desayuno sin dejar de mirar la página en blanco, donde parpadea sin tregua el
fiel cursor. Se tira así un buen rato, hasta sentirse casi hipnotizado. Al fin,
se despereza, se rasca la coronilla, se desabrocha el primer botón del pijama,
lo retuerce hasta que lo arranca y se enfada consigo mismo porque luego tendrá
que coserlo. Lo deja a un lado y se levanta a buscar un cigarrillo, acallando
la voz interior que le recuerda que hace un par de semanas decidió dejar de
fumar.
Lo enciende,
aprecia el sol que se cuela por la ventana del balcón y decide salir a
fumárselo disfrutando de la buena temperatura. Se acoda en la barandilla,
expulsando humo y mirando pasar los coches y a las vecinas que cotillean al
volver de la compra. Al
fin, cuando comprende que no puede fumarse el filtro, lo tira a la calle y
vuelve ante el ordenador, comprobando que el cursor sigue parpadeando sin
moverse del sitio, el muy cansino.
Cuando los párpados
están a punto de cerrársele, un susurro le atraviesa el cerebro. Se despabila,
contento y escribe: Aquella tarde llovía
intensamente. Se para, contempla la frase y la considera, crítico. Llega a
la conclusión de que no está bien empezar con un adverbio en “mente” y lo
cambia por de forma intensa. Decide
que no le gusta: parece una frase del hombre del tiempo. Vuelve a poner intensamente y se detiene, mirando
rencoroso al cursor, que espera al final de la frase como un perrito fiel. Tas
un buen rato bosteza, se rasca de nuevo, selecciona la frase, cambia varias
veces el estilo de letra del texto, para llegar a la conclusión de que el
primero era el que más le gustaba. Luego, con el traductor automático lo pasa
al chino y se dice que es una pena que nadie lo entienda, con lo bonito que
queda. Vuelve a traducirlo al castellano, comprobando con satisfacción que el
resultado es Intensamente del llovía del
tarde de Aquella. Pero, la verdad es que, a pesar de ser muy estético, no
le sirve, así que vuelve a escribir la frase inicial y se pregunta a quién
puede importarle que lloviera o no aquella tarde. Intenta imaginar a un
personaje. ¿Chico o chica? Se inclina por la segunda opción, pero no entiende
qué demonios hace ella en medio de la calle con la que está cayendo. De pronto,
se da cuenta de que tiene un nuevo cigarrillo entre los dedos, y eso que él
había decidido dejar de fumar hace dos semanas. Se encoge de hombros, lo
enciende y se lo fuma despacio, dejando a su posible protagonista en medio del
aguacero.
Tira la colilla al
suelo y de pronto se da cuenta de que tiene mucha hambre. Claro, como que son
cerca de las tres de la tarde, hay que ver cómo pasa el tiempo. Medita si pedir
una pizza por teléfono o hacerse un bocata. Al fin, se decide por la segunda
opción y se dirige a la
cocina. Vuelve al cabo de un rato con una cerveza y media
barra de pan (no demasiado seco) en la que ha intercalado un montón de cosas
que ha encontrado en la nevera, algunas de ellas sin caducar. Corre la silla
hacia un lado, no tanto por no echar migas en el ordenador como por evitar la
vista del solícito cursor, que está empezando a caerle francamente mal. Termina
la comida y, en contra de su costumbre, deja el plato en el fregadero, aunque
olvida el vaso en la mesa, junto al botón arrancado del pijama. Se prepara un
café y se vuelve con la taza hacia su puesto de trabajo, considerando durante otro
rato cuál puede ser la interacción de la lluvia con la posible chica (como
recordatorio, escribe la palabra: chica
después de la frase).
Se despierta con un
respingo, a punto de caerse de la
silla. El teléfono está sonando desesperadamente. Balbucea
una respuesta, notando que el salón está ahora muy oscuro. Vaya, pues ha debido
dormir un buen rato. Consigue enterarse de que un colega le está proponiendo
salir con unas amigas que han venido de visita, aprovechando el fin de semana y
el buen tiempo. Está a punto de negarse, virtuoso, pero al final acepta. Mira
por última vez la pantalla del ordenador, le da a “salvar” (por si acaso) y le
alegra enormemente ver desaparecer el cursor.
Una hora más tarde,
sin pizca de remordimiento, con un whisky a mano, conversa con una chica muy
agradable a la que inmediatamente ha catalogado como futura posibilidad
interesante. Al cabo de un rato de amena charla, ella le pregunta a qué se
dedica. Por un momento, está a punto de contarle cuál es el anodino trabajo que
le da de comer esta temporada. Pero consigue reaccionar a tiempo, hace una
pausa disfrutando de la cara de espectación de su nueva amiga y le dice, muy
serio: “estoy escribiendo una novela”.