Uno de los
privilegios de la edad, piensa gata vieja, es que una puede permitirse el lujo
de ir más despacio, se acabaron las urgencias; total, nadie te espera. Así que
una de sus distracciones favoritas es subirse al tejado al atardecer, tendida
sobre las tejas que aún conservan el calorcito del sol, y pasar el tiempo
viendo las evoluciones de las golondrinas, con sus chillidos como música de
fondo.
Cuando se
marchan, en esa hora en que la luz del día se vuelve cada vez más azul, conviene
esperar a que salga la luna, mejor si está bien llena, y ver cómo sube por el
cielo, y cómo, obedeciendo tal vez a su llamada, los gatos jóvenes salen de
cortejo, mientras las gatas les aguardan impacientes, a pesar de su fingida
displicencia. Luego, son sus gritos de éxtasis los que sirven de música de
fondo a las reflexiones de gata vieja, y ella sonríe indulgente, pensando que
no es tan malo estar ya de vuelta de todo eso, pasada de calores como quien
dice, viviendo la vida como se presenta, sin especiales ansias, sin pedirle
nada.
Pero entonces,
aparece por la esquina un macho, no muy joven, no especialmente bello, pero sí
con un aire de seguridad y aplomo que ella no puede sino apreciar. Contempla
sus pasos firmes y cautelosos, las orejas erguidas, el reflejo de plata que la
luna pinta en su lomo, y no puede evitar un estremecimiento ya olvidado. Se
sacude, perpleja, mientras él gana el siguiente tejado con un salto ágil; ni
siquiera la ha visto. Gata vieja sonríe para sí, irónica, y vuelve los ojos
hacia la luna que reina en el centro del cielo. “Esto es culpa tuya”, reprocha
en silencio, “vaya bromitas me gastas, hermana”.