jueves, 18 de julio de 2013

POR LA GRACIA DE DIOS


La ocurrencia fue del alcalde. Bueno, la verdad, ¿qué otra cosa podía hacer? Tenía un buen papelón: ya estaba todo preparado, él se había puesto el traje de las bodas y ahí le teníamos, sudando en pleno mes de agosto, rodeado de los de la camisa azul, tan tiesos, la pareja de la Guardia Civil, el boticario ejerciendo de teniente de alcalde y el cura con la casulla del Corpus, con el hijo del Rana al lado vestido de monaguillo, agarrando los trastos del agua bendita y el pelo bien pegado a la cabeza a fuerza de colonia.

Bueno, pues allí estaban, o mejor, allí estábamos, esperando desde hacía más de una hora, bajo el sol, junto al puente de la nueva presa, porque el alcalde había convocado a todo el pueblo, no era cosa de que al generalísimo le recibieran sólo cuatro gatos cuando fuera a inaugurar el pantano. Las señoras se habían puesto sus mejores trajes, la del alcalde llevaba hasta una mantilla que a saber de dónde habría sacado. Lo cierto es que Franco todavía tardaría unas horas en aparecer, pero el alcalde quería que estuviéramos todos preparados, no fuera a adelantarse por cualquier motivo y a pillarnos a todos en calzoncillos, como quien dice.

Los que no aparecían eran los de la banda. Tenían que estar allí hacía más de media hora, pero no llegaban. El alcalde miraba el reloj, nervioso, murmurando para sí sobre la falta de puntualidad de la gente, a lo que el boticario le daba la razón, asintiendo con la cabeza. Es cierto que venían de la capital de la provincia, y la carretera era bastante mala, pero así y todo, media hora de retraso… “No les habrá pasado nada…”, aventuró la señora del alcalde, abanicándose con furor. “Mujer, no digas eso”, protestó su marido, “no tientes a la mala suerte”.

Pasó un rato más, largo e incómodo. Algunos de los que estábamos esperando nos pusimos a mirar hacia el pueblo, preguntándonos si nos daría tiempo a acercarnos a echar una cervecita en el bar del Germán, un sitio mucho más agradable con aquel calor del demonio. El chico del Rana, distraído, se puso a rascarse una pierna con el hisopo, ganándose un coscorrón del cura. Los demás niños habían olvidado la disciplina y empezaban a pelearse entre ellos. Fue entonces cuando llegó el de telégrafos, con un telegrama en la mano y mucha cara de nervios. “Ay, madre…” susurró el alcalde, poniéndose en lo peor.

Hacía bien, porque cuando leyó el telegrama se quedó pálido como si se le hubiera aparecido un muerto. “Ya ves”, le dijo enfadado a su mujer, “ya te dije que no se podía tentar a la mala suerte”. “¿Pues, qué ha pasado?” preguntó ella, mientras el resto del comité de recepción olvidaba la compostura y se arremolinaba a su alrededor. El alcalde agitó el telegrama arrugado. “Una avería. El autobús de la banda ha tenido una avería y están colgados a 30 Km. de aquí. Falta pieza, dicen, imposible llegar…” “¿Y ahora qué hacemos?” Los falangistas miraron en torno, desorientados. El jefe de centuria, al fin, sacó pecho y manifestó que allí estaban ellos, para hacer al caudillo la recepción que merecía. “Ya”, dijo el alcalde, no muy convencido, “pero es que sin banda de música…” Se quedó un rato en silencio, el ceño fruncido, bajo la mirada expectante de los vecinos, que habíamos parado la desbandada hacia el bar, a ver qué pasaba. Al fin, el alcalde miró a su alrededor y se dirigió al Lorenzo. “Oye, tú sabías música, ¿no?” El Lorenzo hizo un gesto ambiguo y empezó a decir que hacía mucho que no practicaba, que… Pero el alcalde no le hizo caso. “Esto es una emergencia, así que no me vengas con historias. Desde ahora, eres el director de la banda. Pepa la Pocha tocaba el tambor en las procesiones, ¿no? Pues, ya tenemos otra. Niño, dile a tu madre que venga con el tambor, que tiene que tocar” indicó al hijo pequeño de la Pocha. “Es que estaba haciendo la comida, me parece” replicó el crío. “Da igual. Dile que venga inmediatamente, que lo ha dicho el alcalde. Luego está el Sebas, que tocaba la trompeta, ¿no? A ver, ¿dónde está el Sebas?” Al Sebas toda la vida le habíamos llamado el Rojo, no sólo por el color de su pelo, pero desde que acabó la guerra, sin ponernos de acuerdo, habíamos empezado a llamarle por su nombre. El Genaro, su vecino, dijo que se había quedado en casa porque estaba resfriado. “Ya, ya me conozco yo qué resfriados son esos. Vete a buscarlo, que se venga con la trompeta, que no me venga con excusas o le mando a la Guardia Civil”.

Mientras el hijo de la Pepa y el Genaro se iban a cumplir el encargo, el alcalde siguió dándole vueltas a la cabeza. Se quitó el sombrero, se secó la frente con el pañuelo y masculló: “necesitaríamos al Demetrio, que tocaba muy bien, pero claro…” Todos sabíamos que el Demetrio no podría acudir, bien guardado como estaba en el Dueso, a pensión completa por gentileza del caudillo. “Quizás el Antonio… no es que un bombo sea muy adecuado, pero si no hay otra cosa…” El Perico, deseoso de hacer méritos como falangista de última hora, se marchó corriendo y sudando hacia la casa del Antonio, que vivía a las afueras del pueblo. “Y luego tú, Vidal, también tenías una trompeta, ¿no? Vete a buscarla, venga”.

Mientras tanto, Pepa la Pocha y el Sebas habían llegado. La Pepa con el tambor colgado de un hombro, protestando porque había tenido que dejar la comida al cuidado de su madre, que la pobre ponía muy buena voluntad, pero ya no se enteraba de nada. El Sebas se mantenía en silencio, agarrando la trompeta con cara de desconfianza. No mucho después, llegó el Antonio con el Perico, que le ayudaba a trasladar el bombo, seguidos por el Vidal y su trompeta.

La flamante banda se reunió frente al alcalde, que les miró con aire de duda. “No sé yo, pero bueno, si no hay otra cosa, pues…” El Lorenzo le preguntó: “¿y qué tocamos?” “Pues, no sé…” dudó el alcalde, “el himno nacional, ¿no?” “Yo eso no me lo sé” declaró el Sebas, tajante, haciendo caso omiso de la mirada de los falangistas. “Además, con el bombo, parece que no pega mucho”, objetó por su parte el Antonio. “Eso sí es verdad”, concedió el alcalde. En fin, pues no sé… algo marcial, algún pasodoble, algo con ritmo…” “Lo pensaré”, dijo el Lorenzo. Se quedó callado, mirando al Vidal, que intentaba unos acordes de prueba. De pronto, alzó la cabeza, asintió para sí y se dirigió a los músicos, cuchicheándoles instrucciones. “¿De acuerdo?” Todos asintieron.

Estaban afinando los instrumentos, causando un ruido del demonio, cuando llegó corriendo sin aliento el chico de la Pocha, que había sido enviado a las afueras del pueblo, a hacer de vigía. “¡Ya vienen, ya vienen! Están donde el pajar del Sixto”. “En cinco minutos los tenemos aquí”, dijo el alcalde. “Vamos”, se dirigió a su séquito, “todos en orden”.

Se pusieron todos muy tiesos, las señoras tirándose de la falda y mirando con disimulo si las medias tenían carreras, el boticario y el alcalde abrochándose la chaqueta, el cura situándose en primer término, empujando al monaguillo para que no se quedara atrás. Los falangistas se cuadraron, marciales, los dos guardias se ajustaron el tricornio, la banda se situó en un lado. Lo cierto es que no era una banda demasiado lucida, el Vidal tan alto junto a la Pocha, tan bajita, el Antonio casi más gordo que el bombo, el Sebas con el pelo rojo de punta, y el Lorenzo con aquella chaqueta vieja, pero, como decía el alcalde, tendría que valer.

Una nube de polvo se dibujó en la curva y a poco se paró un coche oficial negro y enorme flanqueado por cuatro motoristas, seguido de otro un poco más pequeño. De este último, salió un tipo que después sabríamos que era el gobernador civil, acompañado de una señora, la suya, supusimos, sin mantilla pero con un vestido mejor que el de la alcaldesa. Se bajó el chófer del primer vehículo, se apresuró a abrir la puerta de atrás y apareció él, con gafas de sol y uniforme militar, con muchas condecoraciones y un amplio fajín rojo alrededor de la cintura. El alcalde, sudando de los nervios y del calor, se acercó a saludarle muy obsequioso, mientras los falangistas levantaban el brazo como un solo hombre. El objeto de tantas atenciones saludó, cogió unos papeles que le tendía el chófer y soltó un discurso con voz atiplada sobre los indudables beneficios que el pantano iba a traer a la comarca y a la provincia, así como a España entera. Una vez terminado, el cura se acercó a la obra de ingeniería con el monaguillo y roció abundamentemente con agua bendita a los concurrentes.

Fue entonces cuando el alcalde hizo una seña disimulada a la banda. El Lorenzo se puso en posición, alzó la mano y empezaron a oírse unos acordes.

Nos miramos todos, desconcertados. Al principio podía parecer un pasodoble, pero luego no nos cupo duda. Durante un rato, nos llegó la alegre melodía que cantaba las virtudes de aquella vaca lechera que no era una vaca cualquiera, porque daba leche merengada, tolón, tolón. Dos niñas se cogieron de la mano y se pusieron a bailar. Los falangistas se miraban, entre incómodos e iracundos. El alcalde estaba más blanco que la leche de la famosa vaca, su mujer en cambio estaba roja como un tomate y se abanicaba con furia. El gobernador civil ponía cara de circunstancias y el objeto del homenaje se mantenía impasible tras sus gafas oscuras.

Al acabar la melodía, el Lorenzo levantó de nuevo la mano, dispuesto a acometer otra pieza, pero el alcalde, furioso, se la bajó de un golpe. Se hizo el silencio. Todas las miradas estaban puestas en Franco, que se mantenía inmóvil. Pasaron unos cuantos segundos, largos como horas. Luego, el caudillo hizo un vago gesto de despedida y entró en su coche. El gobernador civil y su señora hicieron lo propio y un momento más tarde se habían transformado en una nube de polvo que se perdía en el horizonte.

El alcalde se quitó el sombrero, sudando más que nunca y miró con rabia al Lorenzo. “Ya hablaremos de esto”, amenazó, mientras se ponía en camino en dirección contraria a la nube de polvo, seguido por su señora, que trataba de quitarse la mantilla que se le venía a la cara. Tras ellos, encabezado por el cura y el monaguillo, marchaba el resto del comité de recepción. Los falangistas iban ceñudos, murmurando algo sobre blandura y aceite de ricino.

La banda se disolvió y cada uno se marchó para su casa, el Antonio rodando el bombo, el Sebas con cara de inocencia, la Pepa mascullando que a ver si podía terminar la comida de una vez, si es que su madre no había hecho ninguna barbaridad en la cocina. El Lorenzo iba tarareando la cancioncita, no muy impresionado, al parecer, por la amenaza del alcalde.

La verdad es que nunca llegó a hablar con él. Bastante preocupado estaba el alcalde para acordarse de la conversación pendiente. Cada vez que iba hacia el ayuntamiento, se quedaba mirando de reojo a la oficina de telégrafos, conteniendo la respiración hasta que pasaba de largo. Una semana después, salió el telegrafista con cara de funeral y le tendió un telegrama. El alcalde lo leyó, se le contagió la cara de funeral y aquella misma tarde se fue para la capital de la provincia. No hizo comentarios, ni a la ida ni a la vuelta. Pero total, ya daba lo mismo, porque a partir del día siguiente el boticario pasó a ser el alcalde del pueblo.

El Lorenzo, por su parte, siguió tarareando cada vez que pasaba por la plaza, mientras nosotros, desde el bar del Germán, disimulábamos la risa.