Era antigua, muy antigua. Tanto como
la ciudad, tanto como el río, que quedaba enfrente. O eso le gustaba imaginar a
él. Cuando volvía del trabajo, solía pararse frente al escaparate, donde los
libros parecían haberse acomodado según criterios que sólo ellos entendían.
Aquella tarde, por fin, venció la timidez y se decidió a entrar. Desde la
puerta, echó un vistazo al caos reinante. Respiró con agrado el olor del papel
viejo mientras recorría el poco espacio que no estaba cubierto de libros. Al fondo,
tras un escritorio, un hombre calvo leía a la improbable luz de una lamparita.
No pareció percatarse de su presencia, así que se dedicó a fisgar a su gusto.
Se fijó en un grueso tomo, que
destacaba en una mesa junto al escaparate, brillando suavemente a la escasa luz
que entraba por los cristales sucios. Acarició la cubierta, estropeada por una
mancha oscura, y lo abrió por la primera página. Era el último tomo de un
diccionario, impreso a dos columnas y, a juzgar por el sello de la primera
página, procedía de una biblioteca. Pasó las hojas, apreciando el crujido del
papel amarillento, detectando, con placer de arqueólogo, palabras en desuso
hacía un siglo.
Al volver una página, vio un pequeño
dibujo. Un hombre sostenía una espada, mientras tendía hacia adelante el otro
brazo, en gesto de advertencia, o amenaza. Era un dibujo torpe, casi infantil,
le pareció, impropio de aquel libro. Lo examinó, un poco intrigado. No había
visto ilustraciones hasta ese momento, ni encontró ninguna otra en las páginas siguientes.
La sonería grave de un reloj de pared, medio oculto entre dos pilas de libros,
le informó de que ya eran las ocho. Soltó el diccionario y salió, despidiéndose
del calvo, que no se dio por aludido.
Al día siguiente, se dirigió a la
librería en cuanto salió del trabajo. Comprobó con alivio que el diccionario
seguía en el mismo sitio. Pasó la mano por el suave brillo del cuero color
castaño y se puso a hojearlo, pero no vio el dibujo. Le sobresaltó la sonería
del reloj. Se había hecho muy tarde. Cogió el volumen y fue hasta el escritorio
en que el calvo examinaba facturas.
Le pareció advertir sorpresa en la
mirada del hombre cuando le preguntó el precio. Cortó con impaciencia sus
explicaciones de que era un volumen disparejo e insistió con brusquedad en su
deseo de adquirirlo. El otro se encogió de hombros y le dijo una cifra. Era un
precio exagerado, pero sacó el dinero y pagó sin decir nada. Rechazó el
ofrecimiento de una bolsa para guardarlo y salió a la calle con el tomo debajo
del brazo.
Una vez en casa, se sentó junto a la
lámpara de pie del salón, lo colocó sobre una mesita y empezó a examinarlo
desde el principio. Allí estaban todas las palabras muertas hacía tiempo, pero
ni rastro del dibujo. Siguió buscando, con creciente impaciencia, hasta que le
interrumpió el sonido del teléfono. La voz alegre de Bea le contó que acababa
de llegar de viaje, que se moría de ganas de verle y que quería tomar una copa
con él. Rechazó la propuesta, poniendo como excusa el cansancio, y colgó.
Volvió a su exploración, hasta
llegar al final del volumen. Nada. Meneó la cabeza, incrédulo. Pensó que se
habría llevado por error otro tomo diferente, pero la mancha de la portada y el
sello de la biblioteca le confirmaron sin dudas que no era así. Bueno, era un
dibujo pequeño, no se habría fijado bien. Fue a buscar una lupa, y siguió
mirando. Al cabo, notó que le dolían los ojos. Eran cerca de las tres de la madrugada. Mejor
ir un rato a dormir, por la mañana seguiría buscando.
Apenas pudo descansar. En los breves
ratos de semisueño, le parecía ver un gesto amenazante, el brillo de una
espada. Se levantó muy temprano, se echó agua en la cara y todavía en pijama
volvió al salón. El libro esperaba, encima de la mesa, su encuadernación
brillando suave a la luz de la
lámpara. Se sentó frente a él, cogió la lupa y volvió a
examinarlo despacio, asegurándose de que no se saltaba ninguna página. Lo
examinó con angustia creciente, de principio a fin, hasta que el colofón le
informó, con sarcasmo, de la fecha de impresión y el santo del día. Se dijo
vagamente que eso ya no se ponía, y se preguntó, irritado, dónde estaría el
dibujo que se empeñaba en escapársele. Con tenacidad maniática empezó desde la
primera página, desde el sello desvaído de la biblioteca ya inexistente, desdeñando
las palabras muertas que le salían al paso.
Le interrumpió el timbre del
teléfono. Llamaban de la oficina, extrañados de que no hubiera ido a trabajar.
Se dio cuenta entonces de que la luz del día llenaba ya el salón: eran más de
las doce. Contestó que se había levantado con fiebre, y mientras colgó se dijo
que, después de todo, no dejaba de ser cierto. Se obligó a ir a la cocina, y
preparó un café, que tomó sin ganas. Enseguida volvió a ponerse frente al
libro, la lupa en la mano. El
teléfono sonó varias veces, hasta que lo desconectó, irritado. Siguió mirando,
interrumpiéndose tan sólo en los momentos en que el cansancio le hacía caer en
una duermevela de la que le sacaba la angustia de una confusa advertencia, el
filo de una espada amenazadora. Creyó oír que llamaban a la puerta.
Debió dormirse de madrugada, porque
despertó de golpe en pleno día: ahora no cabía duda, estaban aporreando la puerta. Decidió no
contestar. El libro estaba abierto frente a él, debía examinarlo otra vez, no
tenía tiempo de atender a nadie… Escuchó el sonido de la llave en la cerradura. Un
momento después, la portera y Bea estaban frente a él, mirándole con fijeza.
Tras un momento de tenso silencio,
la portera anunció que se iba. Se rascó la barba, confuso. Cayó en la cuenta de
que debía tener una pinta lamentable, sin afeitar, con aquel pijama arrugado.
Bea se lo confirmó, interesándose, de paso, por la última vez que se había
duchado. Confesó que no se acordaba, como tampoco del día de la semana en que
estaban. Puso cara de asombro cuando ella, en un tono muy frío, le contestó que
era domingo.
-¿Domingo? Si ayer era jueves…
-Precisamente -replicó ella, con
impaciencia- Llevo tres días llamándote y no contestas, he venido a verte y no
abres. Ya me tenías preocupada.
-Es que, verás, estoy buscando el
dibujo.
-Como no te expliques mejor…
Le señaló vagamente el libro
abierto, mientras se pasaba la mano por los ojos, que le escocían a rabiar.
-Estaba ahí, pero no lo encuentro.
Bea se cruzó de brazos, se sentó en
una butaca próxima y manifestó que debía estar muy espesa, porque seguía sin
entender nada. Él le habló entonces del dibujo, de cómo lo había visto por
primera y única vez cuando miró el diccionario en la librería, de cómo lo
buscaba desde entonces. No faltaba ni una sola página, estaba seguro, lo había
comprobado cien veces. Y no, no se había equivocado de libro, era el mismo, sin
duda, la misma mancha en la portada, el mismo sello de la biblioteca
desaparecida. Ella siguió escuchando con atención, los brazos cruzados, hasta
que él terminó de hablar.
-Vale, sí, había un dibujo y no lo
encuentras. ¿Y qué?
Él la miró, estupefacto, con sus
ojos hinchados.
-¿No lo entiendes? Estaba ahí, y era
un tipo con una espada, y si ya no está, quién sabe dónde se habrá metido, qué
pueda hacer. Ya, ya veo que no lo entiendes ‑prosiguió, con pesar-. Verás, hay
otra posibilidad, y es que verdaderamente haya desaparecido del todo, que no
esté en ningún sitio, y eso es aún peor, porque entonces, entonces…
Se detuvo, intentando encontrar
palabras convincentes. Habló de la totalidad, la rotura del equilibrio, el
vacío, el caos. Se calló al fin, sin dejar de mirarla con aire de desamparo.
Ella se mantuvo un rato en silencio, devolviéndole la mirada. Luego ,
suspiró, se puso en pie, se dirigió hacia el libro y lo cerró de golpe. Se lo
puso bajo el brazo, sin hacer caso de la expresión de alarma de él.
-Bueno, sigo sin entender muy bien.
Creo que has estado trabajando demasiado, o algo así. Te diré lo que vamos a
hacer: tú ahora te aseas como es debido, o sea, te afeitas, te duchas, metes
ese pijama en la lavadora y te vistes de persona. Yo, mientras tanto, voy a
resolver esto de una vez. Luego, te vengo a buscar y nos vamos a dar un paseo y
a comer algo: necesitas que te dé el aire.
Sin dejarle replicar, se fue hacia
la puerta, con el libro bajo el brazo. Cerró tras ella y bajó las escaleras
deprisa. Casi corriendo, llegó hasta la calle del río y bajó al muelle. Se
acercó al agua y agarró el libro con las dos manos. El sol hacía brillar suavemente
su cubierta manchada. Se detuvo un momento y lo abrió al azar. Le pareció ver
una pequeña ilustración. Volvió las páginas. No, no había nada. Lo cerró de
golpe y lo lanzó a la corriente.
Volvió sobre sus pasos, ya casi
tranquila, disfrutando del sol de la mañana. Abrió la puerta de la casa y anunció que
estaba de vuelta. Le alivió escuchar una voz alegre respondiendo desde el
cuarto de baño. A poco, él entró en el salón, envuelto en el albornoz, sin
rastro de barba, el pelo mojado, sonriendo. Se paró frente a ella, le acarició
la mejilla y le dio las gracias.
-Me estaba volviendo loco. Si no es
por ti, no sé…
Luego, se fue a la habitación, para
regresar enseguida, ya vestido, anunciando que se moría de hambre.
Salieron a la calle, cogidos del brazo.
Él propuso un restaurante cercano y ella dijo que no terminaba de convencerle.
Siguieron charlando hasta llegar a la calle que daba al río. Entonces, Bea se
soltó y se acercó al pretil. Se quedó quieta, mirando un momento la corriente. Luego ,
se volvió hacia él, el ceño levemente fruncido.
-Oye, una cosa... ¿Ese dibujo, cómo era? ¿Un tipo con una espada, me dijiste?
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