martes, 23 de abril de 2013

EL LIBRO

Era antigua, muy antigua. Tanto como la ciudad, tanto como el río, que quedaba enfrente. O eso le gustaba imaginar a él. Cuando volvía del trabajo, solía pararse frente al escaparate, donde los libros parecían haberse acomodado según criterios que sólo ellos entendían. Aquella tarde, por fin, venció la timidez y se decidió a entrar. Desde la puerta, echó un vistazo al caos reinante. Respiró con agrado el olor del papel viejo mientras recorría el poco espacio que no estaba cubierto de libros. Al fondo, tras un escritorio, un hombre calvo leía a la improbable luz de una lamparita. No pareció percatarse de su presencia, así que se dedicó a fisgar a su gusto.

Se fijó en un grueso tomo, que destacaba en una mesa junto al escaparate, brillando suavemente a la escasa luz que entraba por los cristales sucios. Acarició la cubierta, estropeada por una mancha oscura, y lo abrió por la primera página. Era el último tomo de un diccionario, impreso a dos columnas y, a juzgar por el sello de la primera página, procedía de una biblioteca. Pasó las hojas, apreciando el crujido del papel amarillento, detectando, con placer de arqueólogo, palabras en desuso hacía un siglo.

Al volver una página, vio un pequeño dibujo. Un hombre sostenía una espada, mientras tendía hacia adelante el otro brazo, en gesto de advertencia, o amenaza. Era un dibujo torpe, casi infantil, le pareció, impropio de aquel libro. Lo examinó, un poco intrigado. No había visto ilustraciones hasta ese momento, ni encontró ninguna otra en las páginas siguientes. La sonería grave de un reloj de pared, medio oculto entre dos pilas de libros, le informó de que ya eran las ocho. Soltó el diccionario y salió, despidiéndose del calvo, que no se dio por aludido.

Al día siguiente, se dirigió a la librería en cuanto salió del trabajo. Comprobó con alivio que el diccionario seguía en el mismo sitio. Pasó la mano por el suave brillo del cuero color castaño y se puso a hojearlo, pero no vio el dibujo. Le sobresaltó la sonería del reloj. Se había hecho muy tarde. Cogió el volumen y fue hasta el escritorio en que el calvo examinaba facturas.

Le pareció advertir sorpresa en la mirada del hombre cuando le preguntó el precio. Cortó con impaciencia sus explicaciones de que era un volumen disparejo e insistió con brusquedad en su deseo de adquirirlo. El otro se encogió de hombros y le dijo una cifra. Era un precio exagerado, pero sacó el dinero y pagó sin decir nada. Rechazó el ofrecimiento de una bolsa para guardarlo y salió a la calle con el tomo debajo del brazo.

Una vez en casa, se sentó junto a la lámpara de pie del salón, lo colocó sobre una mesita y empezó a examinarlo desde el principio. Allí estaban todas las palabras muertas hacía tiempo, pero ni rastro del dibujo. Siguió buscando, con creciente impaciencia, hasta que le interrumpió el sonido del teléfono. La voz alegre de Bea le contó que acababa de llegar de viaje, que se moría de ganas de verle y que quería tomar una copa con él. Rechazó la propuesta, poniendo como excusa el cansancio, y colgó.

Volvió a su exploración, hasta llegar al final del volumen. Nada. Meneó la cabeza, incrédulo. Pensó que se habría llevado por error otro tomo diferente, pero la mancha de la portada y el sello de la biblioteca le confirmaron sin dudas que no era así. Bueno, era un dibujo pequeño, no se habría fijado bien. Fue a buscar una lupa, y siguió mirando. Al cabo, notó que le dolían los ojos. Eran cerca de las tres de la madrugada. Mejor ir un rato a dormir, por la mañana seguiría buscando.

Apenas pudo descansar. En los breves ratos de semisueño, le parecía ver un gesto amenazante, el brillo de una espada. Se levantó muy temprano, se echó agua en la cara y todavía en pijama volvió al salón. El libro esperaba, encima de la mesa, su encuadernación brillando suave a la luz de la lámpara. Se sentó frente a él, cogió la lupa y volvió a examinarlo despacio, asegurándose de que no se saltaba ninguna página. Lo examinó con angustia creciente, de principio a fin, hasta que el colofón le informó, con sarcasmo, de la fecha de impresión y el santo del día. Se dijo vagamente que eso ya no se ponía, y se preguntó, irritado, dónde estaría el dibujo que se empeñaba en escapársele. Con tenacidad maniática empezó desde la primera página, desde el sello desvaído de la biblioteca ya inexistente, desdeñando las palabras muertas que le salían al paso.

Le interrumpió el timbre del teléfono. Llamaban de la oficina, extrañados de que no hubiera ido a trabajar. Se dio cuenta entonces de que la luz del día llenaba ya el salón: eran más de las doce. Contestó que se había levantado con fiebre, y mientras colgó se dijo que, después de todo, no dejaba de ser cierto. Se obligó a ir a la cocina, y preparó un café, que tomó sin ganas. Enseguida volvió a ponerse frente al libro, la lupa en la mano. El teléfono sonó varias veces, hasta que lo desconectó, irritado. Siguió mirando, interrumpiéndose tan sólo en los momentos en que el cansancio le hacía caer en una duermevela de la que le sacaba la angustia de una confusa advertencia, el filo de una espada amenazadora. Creyó oír que llamaban a la puerta.

Debió dormirse de madrugada, porque despertó de golpe en pleno día: ahora no cabía duda, estaban aporreando la puerta. Decidió no contestar. El libro estaba abierto frente a él, debía examinarlo otra vez, no tenía tiempo de atender a nadie… Escuchó el sonido de la llave en la cerradura. Un momento después, la portera y Bea estaban frente a él, mirándole con fijeza.

Tras un momento de tenso silencio, la portera anunció que se iba. Se rascó la barba, confuso. Cayó en la cuenta de que debía tener una pinta lamentable, sin afeitar, con aquel pijama arrugado. Bea se lo confirmó, interesándose, de paso, por la última vez que se había duchado. Confesó que no se acordaba, como tampoco del día de la semana en que estaban. Puso cara de asombro cuando ella, en un tono muy frío, le contestó que era domingo.

-¿Domingo? Si ayer era jueves…

-Precisamente -replicó ella, con impaciencia- Llevo tres días llamándote y no contestas, he venido a verte y no abres. Ya me tenías preocupada.

-Es que, verás, estoy buscando el dibujo.

-Como no te expliques mejor…

Le señaló vagamente el libro abierto, mientras se pasaba la mano por los ojos, que le escocían a rabiar.

-Estaba ahí, pero no lo encuentro.

Bea se cruzó de brazos, se sentó en una butaca próxima y manifestó que debía estar muy espesa, porque seguía sin entender nada. Él le habló entonces del dibujo, de cómo lo había visto por primera y única vez cuando miró el diccionario en la librería, de cómo lo buscaba desde entonces. No faltaba ni una sola página, estaba seguro, lo había comprobado cien veces. Y no, no se había equivocado de libro, era el mismo, sin duda, la misma mancha en la portada, el mismo sello de la biblioteca desaparecida. Ella siguió escuchando con atención, los brazos cruzados, hasta que él terminó de hablar.

-Vale, sí, había un dibujo y no lo encuentras. ¿Y qué?

Él la miró, estupefacto, con sus ojos hinchados.

-¿No lo entiendes? Estaba ahí, y era un tipo con una espada, y si ya no está, quién sabe dónde se habrá metido, qué pueda hacer. Ya, ya veo que no lo entiendes ‑prosiguió, con pesar-. Verás, hay otra posibilidad, y es que verdaderamente haya desaparecido del todo, que no esté en ningún sitio, y eso es aún peor, porque entonces, entonces…

Se detuvo, intentando encontrar palabras convincentes. Habló de la totalidad, la rotura del equilibrio, el vacío, el caos. Se calló al fin, sin dejar de mirarla con aire de desamparo. Ella se mantuvo un rato en silencio, devolviéndole la mirada. Luego, suspiró, se puso en pie, se dirigió hacia el libro y lo cerró de golpe. Se lo puso bajo el brazo, sin hacer caso de la expresión de alarma de él.

-Bueno, sigo sin entender muy bien. Creo que has estado trabajando demasiado, o algo así. Te diré lo que vamos a hacer: tú ahora te aseas como es debido, o sea, te afeitas, te duchas, metes ese pijama en la lavadora y te vistes de persona. Yo, mientras tanto, voy a resolver esto de una vez. Luego, te vengo a buscar y nos vamos a dar un paseo y a comer algo: necesitas que te dé el aire.

Sin dejarle replicar, se fue hacia la puerta, con el libro bajo el brazo. Cerró tras ella y bajó las escaleras deprisa. Casi corriendo, llegó hasta la calle del río y bajó al muelle. Se acercó al agua y agarró el libro con las dos manos. El sol hacía brillar suavemente su cubierta manchada. Se detuvo un momento y lo abrió al azar. Le pareció ver una pequeña ilustración. Volvió las páginas. No, no había nada. Lo cerró de golpe y lo lanzó a la corriente.

Volvió sobre sus pasos, ya casi tranquila, disfrutando del sol de la mañana. Abrió la puerta de la casa y anunció que estaba de vuelta. Le alivió escuchar una voz alegre respondiendo desde el cuarto de baño. A poco, él entró en el salón, envuelto en el albornoz, sin rastro de barba, el pelo mojado, sonriendo. Se paró frente a ella, le acarició la mejilla y le dio las gracias.

-Me estaba volviendo loco. Si no es por ti, no sé…

Luego, se fue a la habitación, para regresar enseguida, ya vestido, anunciando que se moría de hambre.

Salieron a la calle, cogidos del brazo. Él propuso un restaurante cercano y ella dijo que no terminaba de convencerle. Siguieron charlando hasta llegar a la calle que daba al río. Entonces, Bea se soltó y se acercó al pretil. Se quedó quieta, mirando un momento la corriente. Luego, se volvió hacia él, el ceño levemente fruncido.

-Oye, una cosa... ¿Ese dibujo, cómo era? ¿Un tipo con una espada, me dijiste?

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