jueves, 26 de septiembre de 2013

TODO POR LA PATRIA


Lo de Ed no son los museos, sobre todo después de aquella experiencia traumática en el Louvre, que de repente se quedó sin puerta de salida, y él ahí, dando vueltas, asediado por vigilantes feroces. Sin embargo, a veces tienen utilidades marginales, aunque no por ello desdeñables. Por ejemplo, un mediodía en Toledo, con 40º, hace apetecible echarle un vistazo al flamante museo del ejército y su excelente climatización. Además, el precio es inferior al de la catedral, que para colmo le pilla más retirado y, ya puestos, tanto da un santo en éxtasis -o perjudicado, que viene a ser lo mismo- como una fiel espada triunfadora. Así que entra en el enorme edificio y compra una entrada, sin hacer mucho caso al cartel que proclama, altivo, la indisoluble unidad de la nación española, y que él confunde con un anuncio de aspirinas.

Con lo que no ha contado Ed es con los efectos secundarios. No lleva demasiado tiempo entre pendones mohosos, cañones que ni se acuerdan de la fecha en que perdieron su última batalla y armaduras imposibles de usar, cuando empieza a sentirse mareado. “Pues, síndrome de Stendhal no va a ser”, piensa, echando mucho de menos una birrita y una aspirina de ésas del anuncio, o mejor, un toque antisistema, una pintada de mecagüenlaputamili, por ejemplo. No obstante, pensando en el calor que hace en la calle -y en que ha pagado la entrada- decide resistir como un hombre, a pesar de que las encantadoras colecciones de soldaditos, reproducción de escuadrones varios, le miran con expresión aviesa, y vaya, son pequeños, pero son muchos.

Resiste, pues, hasta que desemboca en una sala presidida por una bandera de tamaño monstruoso en que se exhibe con soberbia una cruz gamada de medidas a juego. No puede evitar un respingo, y cruza los dedos mientras echa un vistazo cauteloso a una extensa variedad de condecoraciones con aguiluchos, cascos con pinta de cocer cualquier sesera -lo que explicaría un montón de cosas- y chatarra similar. Se marcha casi corriendo y acaba en una sala donde el busto de un tipo con papada y un bigotillo ridículo le mira con una arrogancia absolutamente injustificada. Ed lo mira, tratando de acordarse de por qué le resulta familiar, cuando un abuelete hecho un cuatro, apoyado en una garrota, se le acerca y señala el busto con actitud reverencial.

-Menos mal que por fin lo han puesto.

-Ejum –contesta Ed, sin comprometerse.

-Después de que quitaran la estatua de Madrid, se podía esperar cualquier cosa de esos rojos.

-Ya –replica Ed, intuyendo que quitar la estatua de un tipo con ese careto era, sin duda, una decisión acertada, aunque eso sea rarísimo tratándose de Madrit.

-Por no hablar de cómo tienen el Valle de los Caídos –prosigue el carcamal, cuya cara está adquiriendo un interesante color bermellón, y cuya voz de grajo cada vez suena más alto-, que están dejando que se caiga a propósito, una auténtica vergüenza.

-Uh –dice Ed, sin poder evitar la evocación de un lugar yermo repleto de buitres dándose un festín.

A todo ello, el bisabuelo está enarbolando la garrota con gran entusiasmo, motivo por el cual decide que es preferible emprender la retirada con discreción, para no alterarle más. Esboza un saludo educado, pero su interlocutor no se entera, ocupado como está en aullar contra todos los políticos patrios, desde Recaredo hasta nuestros días, a excepción del sujeto del busto, que debería haber vivido muchos años más, qué gran pérdida que nos dejara tan pronto.

Por fortuna, el exégeta del tipo del bigotillo no le sigue, y encuentra la puerta de salida sin mayores contratiempos. Casi recibe con alivio la bofetada de calor de la calle, e incluso el asalto de dos niños que le piden que responda unas preguntas sobre el museo para un trabajo que les han encargado en el colegio. Responde a boleo, disfrutando de la seriedad y el afán con que los chicos anotan todo lo que dice. Al fin, llegan a la última y obligada pregunta: “¿qué es lo que le ha gustado más?”

Está a punto de contestar que el aire acondicionado, pero supone que esa respuesta les va a decepcionar, así que finge pensarlo un momento, y después replica con firmeza: “la sala de las momias”. Luego, les dice adiós y se pierde calle abajo, buscando un sitio donde poder tomarse una cerveza bien fría y un bocata contundente -uno de panceta iría bien-, ante la mirada perpleja de sus entrevistadores.

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