miércoles, 30 de marzo de 2011

SAN CASTO

El hombre casto necesita pocas cosas para ser feliz. Basta algún partido de fútbol, sano y viril ejercicio, muy apropiado para calmar esos ardores improcedentes que a veces le asaltan, tentación del enemigo malo. Mejor aún si al partido le sigue una ducha fría, que además le ayuda a ignorar los procaces comentarios de los compañeros en el vestuario, empeñados en medírsela unos a otros.

El hombre casto tiene esposa, desde luego, pues, no siendo hombre que haya dado sus votos a Dios, entiende que debe cumplir el precepto bíblico: “creced y multiplicaos”. Pero sólo se acerca a ella los días en que naturaleza permite, sin luz, sin gesticulaciones inútiles, tan sólo para esparcir su semilla cristianamente. Tres veces lo ha hecho, y el fruto han sido tres pequeños. Los ve poco, tan sólo cuando se acerca a la casa familiar para impartirles con severo amor las enseñanzas de la verdadera fe, o bien para instruirles en el noble juego del fútbol. Pero normalmente prefiere vivir solo en un austero refugio del monte, para evitar tentaciones, que las féminas, aun siendo buenas como la suya, no dejan de ser descendientes de Eva.

Lo demás es oración y sacrificio, mortificar la carne y consumir los escasos alimentos necesarios para sustentar el cuerpo: unas avecicas del cielo, que vienen a morir voluntariamente en su mano, para evitarle la crueldad de torcerles el cuello, un poco de agua clara y un puñado de aceitunas de un olivo cercano. A veces recuerda, con una sonrisa, la vida de los santos padres ermitaños y piensa que la hogaza de pan que les suministraba un cuervo benévolo sería, incluso, demasiada comida para él.

Con esta existencia de virtud y meditación, no es raro que el hombre casto, cuando reza en su refugio, llegue a transparentarse, y, en ocasiones, se eleve unos palmos del suelo. Después de esos trances, da gracias a Dios por concederle ser casi un espíritu puro sin tener que abandonar este valle de lágrimas. Cada vez evita más la casa familiar, por no escuchar la algarabía de los chiquillos, tan poco edificante, y porque ha observado que, cuando está con su esposa, empieza a ser menos transparente, aparte de la tendencia que últimamente aprecia en ella de acercársele más de lo que la piedad manda, hasta casi rozarle el brazo en ocasiones. Sólo baja al pueblo los días que hay partido de fútbol, ofreciendo el esfuerzo y la ducha fría como un sacrificio más a Dios.

Marcha luego a su refugio del monte, recibiendo con lágrimas la dádiva de los pajarillos que se le entregan como maná del cielo, consumiendo los escasos frutos del olivo y rompiendo el hielo de un arroyo próximo para calmar su sed. El viento es frío, muerde su  carne, cubierta apenas con la camiseta reglamentaria de su equipo, pero él no parece notarlo, ya está más allá de esas pequeñas miserias.

Así, deja pasar el invierno sin bajar al pueblo. Al fin, renuncia incluso a los partidos de fútbol, pues un día descubre que ya no hay ardores que calmar. Vive en paz consigo mismo y con la naturaleza. Las zarzas no le hieren, las piedras no obstruyen su camino de santidad. Los lobos no le incomodan con sus aullidos, sino que acuden a lamerle, mansos, los pies ya transparentes.

Cuando llega la primavera, hace tiempo que se desplaza sin pisar el suelo, y sólo las avecillas que le sirven de sustento son capaces de verle, tan etéreo se ha vuelto.

Según dicen los que aciertan a pasar cerca de su refugio, el único indicio de su presencia son los melodiosos cánticos que entona alabando al creador. Eso y una magnífica cornamenta que puede observarse flotando en torno al lugar donde se escucha su hermosa voz.

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